Leonardo
Padrón

A contravía

No consigo servilletas. Tan absurdo y simple como eso. Tres intentos en distintos supermercados. Todos fallidos. Había olvidado el tema hasta que fui con mis hijos a un restaurant de comida rápida (que ya no es tan rápida y cada vez es menos comida, lo sé). Al final del pequeño suicidio estomacal veo que sobre la bandeja sobrevivieron inertes, pulcras, sin uso, un brevísimo puñado de ocho servilletas. De pronto, me brillaron los ojos. Vi furtivamente hacia los lados. Era el momento perfecto. Total, esas servilletas me pertenecían, formaban parte del indigesto y gustoso menú. Bastante que había pagado por todo lo que reinaba sobre esa bandeja. Tomé las servilletas, las apreté como quien ama de repente y las guardé en un bolsillo de mi chaqueta. Ocho servilletas. Salí del local con la ridícula sensación de haber hecho algo fuera de la ley. Pero adquirí ocho chances más para limpiar mi boca. No es el momento de pensar en el aceite o el arroz. Vamos por partes. Es, apenas, domingo. ¿Crisis? ¿Cuál crisis?, canta Supertramp.

Un obrero me ofrece un negocio: dos parcelas con dos tumbas cada una, a 7.500 el hoyo en el cementerio de Guatire. “Eso está regalado. Las puede vender carísimas después. Y con el problema de la inseguridad, imagínese la demanda que hay”. Me quedo mudo, no sé qué decir. Ciertamente debe haber una amplia solicitud de ataúdes y terrenos para dormir un poco esa resaca que es la eternidad. Me habla de las ventajas del sitio, de la vista que posee. Apenas sonrío con algo de estupor y dejo escapar el negocio de mi vida. La muerte, cuando se vuelve tan abundante, puede ser un asunto rentable.

Caracas está escrita por el vértigo. Ese es su autor intelectual. La paradoja es su talante. Oscilamos entre la riqueza de su vida cultural y la crisis de sus servicios básicos. La gente va de la risa a la sangre el mismo día. Del Sarao a la muerte. De la consigna a la apatía. Del insulto al piropo en la misma calle. Hoy agrupo en mi memoria los basculantes fragmentos de una semana al azar. Una semana como maqueta del biorritmo que nos define. Alguna vez pedí públicamente un poco de aburrimiento nacional. No me ha sido concedido. No hay aspiraciones cercanas a que eso ocurra. El país es una chirriante máquina de café. A veces hay semanas que parecen una docena. Caracas es un café expreso.

Esa sensación de abrir los ojos, desperezarte, buscar a tientas la prensa y que el país te ladre sus noticias. Denuncias de magnicidio que propician bostezos colectivos. La supuesta víctima, modestia muy aparte, anuncia la ira de los dioses. Trata de remedar el súper ego de su “padre”, sin éxito. Corruptos que marchan contra la corrupción en un alarde de cinismo patrio. Policías que roban en una joyería lo que no alcanzaron a llevarse los primeros ladrones. El director de un periódico encarcelado y el otro con sus cuentas personales confiscadas. La Constitución violada delante de las cámaras de televisión en plena Asamblea Nacional, como si fuera un reality show. Agarras aire. Te asomas al Ávila, reconoces que sigue siendo una postal para el optimismo. Y el sol, que anda punzante hasta la sonrisa. Decides hojear otras noticias. Te topas con gente que organiza festivales de música, gente que hace teatro (del bueno y del terrible), gente que hace deporte y triunfa, gente que realiza películas y llena las salas, gente que lucha por los derechos humanos, gente que crea fundaciones contra el cáncer. Agarras oxígeno y entusiasmo. Prosigues asomándote al país. Lees las penurias de un hospital público. Si te tienes que operar, lleva tu jeringa, tus vendas, tus grapas, tu Povidine. Señor enfermo, señora convaleciente, le notificamos –lean el memorándum– que ya no podremos ofrecerles comida mientras los curamos. Que sus familias se apañen, en la esquina hay una panadería, dos cuadras más allá venden unas empanaditas. Dejo de leer, agobiado.
Recibo un mensaje de texto de la señora que me trae la prensa dominical: “Hoy no se le dejó Últimas Noticias, salió demasiado tarde, tiene problemas a raíz de q la compró Cabello, x q solo tiene q salir lo q a ellos les conviene”. Vaya recado.

Es hora de comenzar a escribir. Pero nada surge. El silencio de la página triunfa. Merodeo por mi biblioteca. Elijo Rayuela, en la nueva edición de Santillana para celebrar sus 50 años. Abro el libro en cualquiera de sus páginas, porque así es el juego, y me asomo, como diría Valeria Luiselli, “con ese impulso desesperado que nos lleva de vuelta a los libros leídos cuando somos incapaces de escribir una sola línea –como si allí fuéramos a encontrar un remedio, o acaso, una redención”. Pero esta vez no funciona la estrategia. Lo intento con alguna película. Veo Elles, protagonizada por Juliette Binoche, uno de mis justificados amores platónicos. Allí está, hermosa y melancólica. Me dejo ir en esa historia. Afuera, Caracas me repite su estribillo: “Vuelve”. Y eso hago, en su hora más letal: la noche. Todavía la gente insiste en la vida puertas afuera.

Es miércoles y me acerco a las instalaciones de Ciudad Banesco. La prensa anuncia que allí se darán cita voces marcadas por su juventud para honrar la música de Simón Díaz. Suena atractivo. Es parte de la inusual agenda de un festival de música llamado Caracas a Contratiempo, una idea portentosa de Aquiles Báez y Ernesto Rangel. Suelo tener el defecto de ser puntual (en este país, eso es un defecto). Para mi asombro, veo una cola de gente que desborda la capacidad del lugar. Muchos no logran entrar. Adentro, ocurre la maravilla: cada cantante –a su estilo– va versionando las canciones del viejo maestro de la tonada. Irreverencia, desaliño, frescura. Mucho de eso hubo esa noche donde se tejió un luminoso homenaje al genio de nuestro llanero universal. El gran protagonista fue el talento, sin duda. Hubo momentos de esos que uno se lleva para siempre en el bolsillo de los entusiasmos. Bettsimar Díaz lo dijo, atascada en la emoción: “¡Ahora es que queda país!”. Una frase cierta. Inexorable. Los músicos, por ejemplo, siguen fabricando su magia, a pesar de los embates de la realidad nacional. Hay dos países: uno que fabrica y otro que destruye.

Un fotógrafo me cuenta que dos fiscales de tránsito lo detuvieron viniendo a mi casa. Suele andar en moto para burlar los nudos del tránsito caraqueño. Ya lo habían parado hace una semana. No había cometido ninguna infracción. El más dispuesto de ellos lo encaró sin tardanza: “Tienes dos vías para resolver esto: la izquierda o la derecha”. Aún no sabía cuál era la infracción cometida, pero ya estaba en el paredón de fusilamiento. Apenas tenía un billete arrugado de 20 bolívares en el bolsillo. El fiscal resopló hastío: “Eso no me alcanza para nada”. Pero el fotógrafo no tenía más dinero. Le pusieron dos multas, por 500 bolívares. cada una, con todo en regla: casco, licencia, certificado, ánimo. Nunca supo cuál fue su falta. Le pregunto qué pasó en esta nueva ocasión. “Cuando el fiscal me reconoció, agitó el brazo con decepción: ‘¿Tú otra vez? ¡Chao, chao!’”. Lo dejaron ir.
Suelen andar por una esquina aledaña al parque del Este. Prefieren el horario de 4:00 a 6:00 de la tarde. Eligen al desgaire a sus víctimas. Y, por supuesto, a veces el azar les trae el mismo rostro, el mismo billetico arrugado de 20 bolívares que no alcanza para nada.

“Mirar más hacia adentro”, propone Aquiles Báez desde ese enorme y ahora imprescindible festival de música que le ha regalado a Caracas. Un festival que circuló desde los contenedores de Tiuna, el Fuerte en el Valle hasta el origami naranja del Centro Cultural Chacao. El domingo de la clausura hubo una abrumadora demostración de virtuosismo sobre la tarima. Aquí hay mucho músico fuera de serie, insisto. Este país es sobresalto pero también melodía. Somos mejores de lo que parecemos. Los creadores no han dejado de trabajar por encima de los escombros que ha ocasionado la política en nuestra cédula. Hay una apuesta por insistir. Una necesidad de reafirmarnos en nuestras virtudes. País de crisis moral, país de bondad y talento.

Ir a contravía. Ese es el mandato tácito que ejercen los cuantiosos héroes anónimos del país. Vivir a contravía de los matraqueros del espíritu, de los improvisados y facinerosos, de los obtusos y radicales. Comerse la flecha. Contradecir la negligencia general, trascender la opacidad, burlar los abismos ideológicos, arriesgar por el triunfo de tus méritos. Hay gente con las manos llenas de dinero impúdico, de petróleo corrupto. Pero también hay gente que fabrica ideas, canciones, rutas para el encuentro. Y en las dos lejanas orillas en que nos hemos convertido, hay gente braceando hacia el centro del río, allí donde seguramente encontraremos el primer abrazo del próximo país que nos toca ser.

Leonardo Padrón

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