Leonardo
Padrón

Una sola voz múltiple

A estas alturas del drama venezolano, nadie duda que la unidad total se impone como la única estrategia posible para desalojar a la dictadura. El descalabro de la vida abarca a los humildes, a la agónica clase media, a los sectores productivos, al mundo académico, a los llamados representantes de Dios en la tierra, a los propios militares y a millares de personas que alguna vez creyeron que la revolución reivindicaría su lugar en el mundo. La paradoja es cómo, con un sentimiento tan unánime de repudio a un régimen, no logramos articularnos en una misma maniobra definitiva. Si seguimos remando en direcciones distintas, más lejos se nos pondrá la orilla que debemos alcanzar. Si cada quien pone el peso en un lado distinto, la madera que sostiene al régimen nunca se quebrará. Estamos entrampados. La desesperación por tanto intento fallido ha subido el volumen de las diferencias. Cada quien esgrime una tesis distinta sobre cómo salir de Maduro y su camarilla. Cada uno se cree dueño de la razón. Cada cual asume que su discurso es el más sensato. Una borrachera de soberbia en plena sala de terapia intensiva. Y, peor aún, ya nadie cree en nadie. Las etiquetas llueven como granizo: “radicales”, “mudistas”, “colaboracionistas”, “traidores”.

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Cuando hacerse el loco es un delito

Venezuela ha sido una triste víctima de la incontinencia verbal de sus líderes. Los más notorios y letales han sido sus dos últimos presidentes, Chávez y Maduro. ¿Casualidad? Como bien lo ha descrito Enrique Krauze en su conocido decálogo del populismo, uno de sus predicamentos claves es apoderarse de la palabra: “hablar con su público de manera constante, atizar sus pasiones, ‘alumbrar el camino’ , todo ello sin limitaciones”.

Maduro, que ha superado con creces los defectos de su padre político, ha demostrado hasta el hartazgo que su principal, ¿o único?, trabajo es hablar. Los micrófonos son su escritorio preferido. Y ante ellos fanfarronea y miente sin un átomo de pudor, de forma compulsiva, durante horas y horas y horas y horas. Es un mitómano de profesión. Un caso clínico, sin duda. Sus kilómetros verbales no tendrán otro destino que el olvido cuando la tragedia cese. Pero aún no se vislumbra ese reloj.

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El tema

Monotemáticos. Así andamos.

Nos redujeron los temas de conversación. Nos hemos vuelto aburridos en la tragedia. Como si ya no fuera posible otra tertulia que el dolor. Y nos sentamos a recorrer la herida. Herida de las que pueden infectarse. La patria mordida por el salitre del abandono. Ya hay signos de moho. Perdimos el suelo. Ya hemos dicho demasiadas veces hambre. Y no se cura. Demasiadas veces libertad. Y no. Demasiadas veces basta y aún no basta. Nos golpean todos los días. De una u otra forma. Salivan de placer ante cada nuevo zumbido de la tristeza nacional. Bailan sobre las lágrimas. No hay prójimo. Quieren a la gente aplastada en su misma ropa. Nos necesitan resignados. Como si la respiración fuera el único lujo posible. Son el miedo y el anatema. La peste. Y ni siquiera hay domingos para el dolor. No hay pausa. Solo existe el tema. Y sus protagonistas.

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