Leonardo
Padrón

Atrapados

Se nos anda desgajando el ánimo todos los días con las noticias de la diáspora. Los amigos que se van, los vecinos en estampida, los jóvenes que queman las naves, los académicos con maestrías insignes, los profesionales de alto rango, las parejas de formación universitaria, toda esa cantidad de gente anda empuñando la garrocha de la desesperación y saltando hacia el exilio. Algunos logran caer del otro lado, otros quedan suspendidos en el aire, o aterrizan mal, se doblan el pie, se lesionan, pero caen vivos y donde querían: fuera de la pesadilla.

Discutimos en artículos, crónicas, programas de radio y foros públicos sobre esa herida en progreso que es hoy el éxodo de los venezolanos. Lo colocamos como el gran dilema de miles de hogares. Pero ese dilema, hay que decirlo, sólo lo tiene un sector de la población. Un sector apreciable pero reducido, pues para ejecutar esa operación de alto impacto que es el exilio  ciertas condiciones aplican.

En rigor, son muchos más los que están atascados en la pesadilla. Y también necesitan salvarse. Pero no poseen la garrocha del pasaporte.

Hablo de una muchedumbre que anda con la penuria y el hartazgo apretujados en la misma frase. Gente que no habla de España, Panamá o Chile. Es un dilema al que no tienen acceso. Ni montándose unos sobre otros verán las costas de Miami. Se empinan. Se encaraman. Y nada. No ven otra cosa que incertidumbre. Por más que lo deseen, no pueden irse. El mundo es del tamaño de su barrio, pueblo o caserío. El pescador de Manzanillo, el agricultor de Timotes, el peón de Zaraza, el indígena de Canaima, el obrero de Cabimas, cada uno de ellos y su multitudinario entorno están atrapados en esta emboscada de la historia. Muchos son gente que ya no cree en nadie. Que hace ocho horas de cola para comprar un kilo de pollo en mal estado. Son los que ruegan a Dios. O los que piensan que Dios está demasiado distraído. Los humildes y callados. Los que conocen la violencia desde la infancia. Gente que no sabe ni sabrá lo que es una visa, un Walmart, una clínica en Houston o un colegio en Madrid. No hay puertas de escape para ellos. Ni escaleras de emergencia. Ni foto posible sobre el piso de Maiquetía. Gente que se queda porque no queda otra. Porque la vida no les alcanza para más.

Irse, para ellos, no es el dilema de sus insomnios.

También están atrapados aquellos que bracean en la vejez, sin fuerza ya para intentar un código postal en otro idioma. O los que tienen ataduras familiares. O los que se intimidan ante lo desconocido. O los que, sencillamente, no les da la gana de irse. Es una muchedumbre.

Y están los otros. Los que gritan patria con dólares a 6,30. Los descarados. Los que viven en clubes, avionetas y capitales del primer mundo en nombre de Chávez. Los que no les importa vender comida podrida. Los que aplauden cada vez que alguien se va. Los altisonantes. Los que malandrean desde el poder. Los que decidieron saquear la última gota de petróleo en nombre de un resentimiento.

Se nos anda desgajando el corazón.

Son tantos los atrapados que somos todos. Incluso los que están afuera. Todos tan distintos y tan en el mismo sitio.

Leonardo Padrón

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