Leonardo
Padrón

Cien escritores amurallados

No sé si son cien realmente. Es inútil contarlos. Vistos desde un helicóptero podrían ser más. Súmenle editores, parejas, discípulos. La ciudad antigua de Cartagena, abrazada por una muralla de once kilómetros, recibe a escritores de veinticinco distintas partes del mundo invitados por el HAY Festival 2013. Dentro de esa muralla habita toda la belleza residual del colonialismo del siglo XVI. Una belleza que encandila. Las calles están repletas de gente con parsimonia, sombrero y sol en el ánimo. Infinidad de restaurantes y cafés al aire libre prueban que allí la vida transcurre con talante de tertulia caribeña. Hay una permanente sospecha de música en el ambiente. Allí, el peatón ha triunfado. Y lo mejor: la literatura, por cuatro días, es la gran protagonista.

El Hotel Santa Clara, un viejo convento trocado en imponente hospedaje, bulle de excitación. El lobby congrega a los invitados, desde donde salen disparados a los foros y cocteles que la agenda marca. Si te demoras ronroneando el hielo de algún trago puedes perderte un coloquio con David Grossman, Jon Lee Anderson o Juan Gabriel Vásquez. Por allí anda Fernando Savater exhibiendo una sonrisa sospechosa. Vargas Llosa, dicen, está chapoteando en la piscina. Herta Müller, más allá, parece una evanescencia a pesar de su Premio Nobel. El ex presidente Belisario Bentancur recibe, cada cinco minutos, la visita de algún escritor a su mesa. Vasco Szinetar y Daniel Mordzinski son los paparazzi oficiales del Festival y llevan a fotografiar a los escritores a la misma pared terracota, al mismo ángulo, a la misma luz, sin saber que están repitiendo al otro. La ciudad está tomada por aquellos que excavan historias en la página en blanco.

Hay almuerzos que se recuerdan por detalles poco gastronómicos. En Club de Pesca, plácido restaurant a orillas de una marina, la editorial Planeta organizó un encuentro con varios autores. Me toca compartir mesa con la poeta nicaragüense Gioconda Belli, el narrador cubano Leonardo Padura, el editor Sergio Vilela y un cálido etcétera. De pronto, el nombre de Venezuela salpica la mesa con el tema ineludible: el Presidente Chávez y el misterio de su enfermedad. Para mi asombro nadie le requiere información a los únicos dos venezolanos presentes en la mesa, Mariaca Semprún y yo, sino a los dos cubanos: Leonardo Padura y su esposa. Padura es cauto, apenas suelta frases como: “Sí, está vivo” o “él quiere morirse en su país”. Mariaca y yo hacemos aspavientos con las manos, enfatizamos nuestro origen. Solo nos falta entonar un joropo. Es inútil. Muy claro el mensaje: ¿Para qué preguntarle a un venezolano, si aquí hay un cubano? La desinformación ya es parte de nuestro estatus y gentilicio.

Gioconda Belli comenta –no sin sorna- que gracias a Chávez la ciudad de Managua superó su crisis eléctrica. En el acto me cruzan la mente nombres como Turmero, Puerto La Cruz, Nirgüa, San Cristóbal. Nombres que suelen estar a oscuras en Venezuela. El esposo de Belli, productor de cine americano, propone nombrar un coordinador sueco para componer los entuertos del Caribe, pero Padura lo neutraliza al comentar que ante un buen par de tetas, un culo de pronóstico y un «¿oye, tú, mi amor, te sirvo un cafecito?» de la secretaria, se acabaría el rigor sueco en segundos.

Me tocaba participar en tres eventos que resumen algunos de mis trasnochos: la poesía, la crónica y la televisión.  La llamada Gala de Poesía ocurrió en la gigantesca Plaza de la Aduana. Nos reunieron a los autores en una pequeña sala mientras llegaba la hora. Apareció el poeta español Antonio Colinas, con la cabeza llena de relámpagos despeinados y maneras de caballero antiguo. Luego llegaron Gioconda Belli y su simpatía. De súbito, allí estaba Herta Müller, mínima, delgadísima, como si estuviera a punto de partirse en dos. Cuando nos habló, en voz baja, asomaba la cicatriz del horror que dejan los dictadores en el ánimo. Le mostré la edición en español de La piel del zorro, uno de sus más celebrados libros. Hizo un ademán de resignación, como diciendo: eso fue lo que salió.

El aforo estaba repleto. Sobre la tarima, patriarcal, nos esperaba el poeta Cobo Borda, aferrado a un bastón que contenía su desmesura corporal. Leímos en orden alfabético con un cerco de 5 minutos por autor. A Belli se le perdió un poema en plena lectura, como si le hubiera saltado del libro y escapado. Un silencio angustiante consumía su tiempo. Un poeta galés, Eurig Salisbury, leyó sus textos desde un Blackberry. Cuando Müller leyó, el viento arreció y yo temí que en cualquier momento la arrastraría. El trinitario Earl Lovelace entonó la musicalidad de sus poemas. Edwards Hirsch, poeta norteamericano, leyó con una dicción impecable.  Owen Sheers, otro poeta galés, con varios premios a cuestas, exudaba confianza y juventud en partes iguales.  Mi texto, “Poema del Colesterol”, obtuvo cierta resonancia, lo cual comprueba la masiva existencia de gente con el colesterol alto. La lectura la cerró el anfitrión, Cobo Borda. Su poesía sigue dueña de una frescura digna del viento de enero en Cartagena. Fue el gran momento de la poesía. Ella, a veces, simula ganar el rating.

Una noche el Hay Festival nos brindó una fiesta “típicamente cartagenera”. Las grandes estrellas del Festival no aparecieron, pero sí los amigos de ciudadanía. Allí estaban, al borde del ron y del mar, el abrazo de Francisco Suniaga, la inteligente belleza de Colette Capriles, la agudeza de Rayma, la calidez de Francisco Olivares. Todos festivos, como corresponde a nuestro ADN, pero con el país en el verbo, en el hartazgo, en el dolor. Avanzada la noche, Boris Muñoz se escapaba con Jon Lee Anderson y nos invitaba a prolongar el ron en un antro extramuros. Tuve que negarme. Tenía más de veinte horas sin dormir. Mientras me dirigía al hotel, Cartagena seguía dibujando gente en sus calles, como si la vida fuera una gran reunión de fin de año.

A pesar de sus detractores, la telenovela sigue teniendo un colosal poder de convocatoria. Afuera del recinto, la cola desbordaba la cuadra. El foro iba sobre el género y su extremo: la narconovela. Me presentan a mi compañera de panel, Juana Uribe, productora  de la exitosa serie Escobar, Patrón del Mal y sobrina de Luis Carlos Galán, el popular político colombiano asesinado por Pablo Escobar. Me confiesa el temor de que en el público pueda estar Jorge Luis Ochoa, miembro prominente del Cartel de Medellín, que –ya libre- reside en Cartagena, y quien la llamó días atrás para decirle que debían verse. No estaba de acuerdo con ciertas secuencias argumentales desplegadas en la serie televisiva. Ella se negó y sabía que podía ocurrir cualquier cosa. Un detalle realmente perturbador.

Al iniciarse la tertulia junto con Juana Uribe y Fernando Gaitán, el célebre autor de Yo soy Betty, La Fea y productor de El Capo, entendí la naturaleza de mi presencia allí. Ellos parecían los anfitriones de una sonada fiesta y yo el luctuoso portavoz del funeral de la telenovela venezolana. Fue inevitable confrontar la amplia libertad que poseen los escritores de la televisión colombiana para narrar los temas más espinosos de su realidad versus mi parte de guerra de la televisión nacional: crisis económica, autocensura, Ley Resorte, RCTV cerrada, fuga de talento, bajísimos niveles de producción. Gaitán lo resumió todo en una frase: “Le agradecemos al presidente Chávez que, gracias a su gestión, Colombia haya tomado el lugar de vanguardia que tenía Venezuela en el continente”. Me rondaba la nítida sensación de ser el caído en desgracia.

La polémica cobró cuerpo cuando, desde el público, una maestra bogotana cuestionó las narconovelas. Uno de sus alumnos, de diez años, le había dicho: Yo quiero ser un capo! Se activó entonces la socorrida y compleja discusión sobre el rol de los medios y su influencia en la sociedad. Una pediatra reclamaba lo mismo. Gaitán argumentaba que el narcotráfico es un capítulo decisivo en la historia de Colombia y nadie mejor que los propios colombianos para contar sus consecuencias. Imposible zanjar un tema tan laberíntico en dos horas.

A guisa de anécdota sobre los inacabables pedimentos del público, les conté que, en 1995, cuando escribía la telenovela Amores de Fin de Siglo una televidente me llamó para reclamarme que en la historia hubiera una sexóloga. Airada, me dijo que su hija de seis años le había preguntado el significado de la palabra orgasmo. “¿Qué hace una niña de seis años viendo telenovelas a las nueve de la noche?”, le pregunté con ecuanimidad y le sugerí que -en todo caso- le anunciara a su hija que orgasmo era una felicidad a futuro.

Gaitán, en cierto momento, reveló que ya Colombia estaba preparada para escribir la telenovela sobre la guerrilla colombiana, pues ya había la suficiente perspectiva. ¡Ah, la envidia a un país que tiene posibilidad de reflexionar sobre su historia contemporánea a través de la poderosa vitrina que es toda telenovela!

Mientras hablábamos, a nuestro costado, se desarrollaba una boda en una iglesia. La música sacra enfatizaba con un dramatismo un tanto risueño el álgido diálogo sobre narcotráfico y melodrama.

El último día nos tocó disertar sobre el auge de la crónica latinoamericana junto con Alonso Salazar, autor de “La Parábola de Pablo”, libro que originó la serie televisiva sobre Escobar y el peruano Daniel Titinger, antiguo director de Etiqueta Negra y agudo cronista. Fue una sesión divertida en extremo. Terminamos absolutamente confundidos sobre qué era realmente una crónica. En otra sala, no muy lejana, Sergio Dahbar conversaba con William Ospina en un foro donde también alzó vuelo la polémica. Chávez, de nuevo, aparecía en agenda.

Afuera, los coches a caballo dejaban un sonido metálico en el aire.

El acto final  convocó a varios autores a seleccionar su libro favorito escrito en el siglo XXI y razonarlo en 5 minutos. Patrick Deville, quien comentó que en Francia uno de cada dos libros es un libro traducido, mencionó el libro de un autor ruso, Vassilli Golovanov, aun no traducido al español, Elogio de los viajes sin sentido, una expedición literaria a un lugar vacío de hombres, un libro –así lo invocó- sobre paisajes, una expedición poética, metafísica. Joao Paulo Cuenca confesó su predilección sobre un libro del que pedía el interés de editores, Pasajeros del final del día, del brasileño Rubens Figuereido. El colombiano Antonio García Angel propuso Borges, de Adolfo Bioy Casares, el exhaustivo texto de 1600 páginas que recorre morosamente la cotidianidad, las ideas, los humores de un Borges contradictorio, frágil y brillante. Trino Maldonado, de México, no dudó en nombrar La Edad de Hierro de Coetzee, a pesar de haber sido publicado en la década de los 90, pero su argumento fue conciso: lo leyó en este siglo. Un autor, según Maldonado, que “no obedece a tendencias ni modas literarias”. Eurig Salisbury también dio su vuelta de tuerca y señaló un libro que –asegura- lo convirtió en poeta, El señor de los Anillos, de Tolkien: “Lo leí a los trece años y me cambió la vida”. Mario Mendoza mencionó dos libros: La hora Azul, de Alonso Cueto y Némesis, de Phillip Roth. Pero quien terminó zanjando el inventario de nombres con uno definitivo fue Javier Cercas, quien dijo que la novela más importante publicada en el siglo XXI, era también la más importante del siglo XX, del  IXX, del XVIII y del XVII: Don Quijote de la Mancha. El manco de Lepanto, ciertamente, sigue siendo el maestro mayor.

Un hecho curioso ocurrió al final, cuando alguien del público retó al panel de escritores a que nombraran cuál de sus libros no recomendarían leer. Luego del estupor inicial, se fueron pasando el micrófono unos  a otros sin atreverse al modesto suicidio literario que les sugerían. Hasta que llegó el turno de Javier Cercas y sin mayor empacho sugirió que nadie leyera, no uno, sino dos de sus libros. El primero en ser publicado, llamado El Móvil, y un libro de tono académico cuyo nombre incluso no recuerdo si llegó a asomar. Luego, Trino Maldonado, jugó a ser el más desprendido de todos y pidió que no leyeran ninguno de sus libros, sino los de sus compañeros de panel. Un gesto donde lo políticamente correcto se convierte en exceso y estrategia.

En un periódico que sigue las incidencias del Festival resalta una frase dicha por Vargas Llosa en uno de sus concurridos foros: “Creía que si uno quería ser escritor, tenía que ir a París. Lo que descubrí allá fue a América Latina”. Y por aquí anda el continente, revisando sus páginas en voz alta.

Alguien me pregunta si creo que esos festivales de escritores donde se hablan temas sesudos y empinados modifican en algo al mundo. Creo, honestamente, que luego no hay mayores consecuencias. Quizás ciertas ideas o frases se conviertan en revelación y hallazgo para unos cuantos espectadores. El tesoro mayor ocurre allí. En el instante. Durante cuatro días esa latitud del mundo llamada Cartagena de Indias fue distinta. La cotidianidad de su belleza se empinó una larga copa de champaña llena de inteligencia. La fiesta colectiva de cien escritores amurallados.

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