Leonardo
Padrón

El elefante y la gripe

Escribo estas líneas con una severa congestión nasal. Las esdrújulas me saben a Teragrip. Los adjetivos nadan en limón y miel. Dos gotas en la nariz no resuelven el lunes ni la salud de nadie. Y para colmo allí sigue el país, echado sobre tu ánimo como un paquidermo menesteroso. El país mueve la trompa y derrumba tu primer intento por desperezarte. Esto no es lo que quieres escribir. Se supone que debes reafirmarte en cierta idea: somos mejores de lo que parecemos. Afuera el elefante parpadea en cámara lenta. Casi sonríe. Quizás le parece un rapto de ingenuidad lo que acabas de teclear. Mueve una de sus patas fatigosamente. No para avanzar, sino para solazarse en su modorra. El país sigue echado. Titubeante. Sin rumbo. Quizás hoy Venezuela no sea otra cosa que una gripe mal curada.

El dueño del circo tiene pocos días en el poder. Su cargo es una pesada herencia. De un día para otro debe tomar decisiones sobre fallas eléctricas, inflación sobrehumana, escasez alimentaria. “Están matando gente como si fueran perros”, lee en un periódico.  Arruga el titular como si así neutralizara la noticia. El heredero se topa con un espejo. En solo un mes ha envejecido. Las bolsas bajo los ojos son más sombrías. No está durmiendo bien. A él que tanto le gusta dormir. Ante el espejo, ensaya una estridencia, dos insultos, alguna fanfarronería. No le salen muy bien. Al fondo ve las volutas del miedo. Y torpeza. El vaho de la torpeza. El circo es demasiado grande para sus posibilidades. ¿Cómo mover a ese elefante enfermo? ¿Hay en las afueras de la Estación Capitolio del Metro algún buhonero que venda un manual de instrucciones para gobernar un país?

El sábado anterior estuve en una fiesta de despedida. Una actriz de  brillante trayectoria se va del país. Se le agotaron las oportunidades y la paciencia. Me pregunto en cuántas otras casas se habrá “celebrado” este fin de semana uno de esos rituales del adiós. El exilio siempre es un sustantivo doloroso. El motivo de la reunión se diluye con risa y cotilleo. Es como si la anfitriona quisiera colocarlo al fondo, cerca de la batea donde suele morar el hielo. Por cierto, hay que buscar hielo. Toda fiesta, si no se toman las previsiones, tiene ese momento de urgencia. Una mujer de traslúcida belleza y el hijo de la anfitriona salen a buscar el hielo. Preciso el dato, esa mujer es una Miss Venezuela de reciente data. Siguen llegando invitados. Abrazos, saludos y qué bueno que te vas, pero también, qué malo que te vas. Miss Venezuela y el hielo tardan. La sed etílica aumenta. Pienso en la inseguridad, ese vocablo que tanto nos punza el estómago. Pero no quiero ser aguafiestas. Alguien nos informa la razón de la tardanza: no hay hielo en ningún lado. Eran apenas las 9 y 30 de la noche. Resulta absurdo no conseguir hielo en esta capital caribeña dispuesta siempre a la juerga. Todos conocemos mil atajos para conseguirlo. Ya lo habían intentado, sin éxito, en discotecas, restaurantes, ventanillas clandestinas. Si al papel toilet, la Harina Pan, el arroz  y las medicinas, se le une la ausencia de hielo, este país se hunde. Dos temas inundaron la sala como si de una filtración masiva se tratase: el exilio y el desabastecimiento. Faltaba un tópico: la inseguridad. No se impacienten.

La primera en relatar su experiencia fue Laly, una sólida actriz de carácter. Dos meses atrás manejaba su carro de regreso a casa. Domingo, 7 y media de la noche. Un carro iba tras ella con algo que parecía ansiedad por pasarla. Ella se hizo a un costado. Acto seguido, le cercaron el paso. Se supo bienvenida a la boyante industria del secuestro express. Fue cuestión de segundos para que estuviera encogida y apuntada con una pistola en la parte posterior de su propio carro. Mientras los delincuentes le exigían el nombre de alguien para iniciar las negociaciones, ella sintió un vahído mayúsculo. Y se los dijo, con una voz que goteaba terror: “Mi sol, me estoy sintiendo mal, pero de verdad mal”. No supo de dónde le salió el cariñoso apelativo. En rigor, era una solicitud de piedad. “Es en serio, mi sol!”. Le devolvieron un insulto como respuesta. A la curva siguiente, no pudo más y comenzó a vomitar. Los hombres, asqueados, le recetaban más insultos. Hasta que uno le extendió la cartera de ella y se la abrió de par en par: “Toma, vomita aquí!”. Laly vio su cartera y le pareció demasiada ignominia vomitar sobre sus señas de identidad, su maquillaje, su celular, las fotos de su gente querida. Superó una arqueada y se negó con el resto de dignidad que le quedaba. Siguió vomitando la ya gastada alfombra de su carro. Tiempo y dinero después, fue abandonada a las orillas del Guaire. Estaba viva, ese fue el consuelo que como muleta le permitió caminar hasta algún punto de auxilio. Terminó su relato y aún no llegaba el hielo.

Otra actriz relató su experiencia. Ella huyó en retroceso ante el asedio de los secuestradores. Terminó encunetada y apuntada por armas largas. Pero, por el choque, ya todo se había vuelto ruido, turbulencia, gente. Los hombres declinaron la opción. Tuvo suerte. Semanas después, en una reacción similar – huir en reversa –  los criminales del caso acribillaron a Mis International 2009 y a su novio. Solo ella sobrevivió luego de una penosa terapia. No es aconsejable emular a Matt Damon.

Apenas eran las once de la noche y ya mi paranoia me insistía en irme. Pero los relatos no distinguían horario. Ya estás fuera de tu casa: media hora más tarde o una botella después, el riesgo es idéntico. De paso, llegó el hielo. Brindemos. Viva la revolución.

Congestionados. Así estamos, mis fosas nasales y el país. Venezuela está tupida de noticias adversas. El abuso no cesa: Maduro lleva 26 cadenas en 20 días. Globovisión se desdibuja quirúrgicamente. Estamos congestionados de acuerdos económicos con otros países y nadie siente el bienestar. Gente con el brazo marcado por un número hace una interminable cola para conseguir dos paquetes de harina precocida de maíz. Congestionados de estupor, también estamos. De mentiras, de presos políticos. Ah, y de chinos. Invocar a los cubanos es redundante. Quizás Playa Pantaleta podría renombrarse como Playa Girón. Piénsalo, Nicolás.

El Café Arábica es un enclave de la Urbanización Los Palos Grandes donde pastan sus ideas los intelectuales caraqueños. Antes, esa función la ostentaba el Gran Café de Sabana Grande y sus alrededores. Te topabas con el cáustico humor de Oswaldo Trejo en su eterna silla frente a la librería Suma. Más allá, veías al poeta Caupolicán Ovalles enrumbado hacia el Triángulo de las Bermudas, un trío de bares donde era inevitable el extravío. Adriano González León escanciaba su gran literatura oral al borde de una barra. Eso y mucho más era la República del Este. Ahora, minúsculamente, existe Café Arábica, pateadero de gente como Fausto Masó, Luis García Mora, Sergio Dahbar y, de vez en cuando, Alberto Barrera Tyszka. La novedad del local de Jean Paul, ese canadiense que garantiza ser de Curiepe, es que ahora el menú viene en dos idiomas: español y mandarín. ¿Por qué? Estamos congestionados de chinos, es en serio.

El día anterior fui a buscar a mi pareja al aeropuerto y tardó una enormidad en salir. Por mensaje de texto me explicó: “Estos chinos traen como diez maletas cada uno”. Efectivamente, por la puerta de salida emergía una sorprendente cantidad de hombres amarillos y rasgados. “Esa no es la sorpresa”, me terminó de ilustrar Mariaca, “no hablaban ni papa de español y todos tenían pasaporte venezolano”.

 Todo se ha vuelto tan raro, Nicolás.

Las rejas de los estacionamientos tienen una parsimonia exasperante. Parece que no leyeran prensa. Se abren leeeentamente. Llegas a tu casa luego de sortear la tensión de los semáforos, las camionetas ambiguas, las bocacalles turbias, la madrugada toda. Pulsas el botón del control eléctrico y la reja se abre como un bostezo de domingo. Te restan cuarenta segundos para estar a salvo. Te da chance de ver por el retrovisor, esperar lo peor, envejecer de miedo. Pero esta vez ganó la suerte. Ya en el ascensor ves tu cara en el espejo. Tienes gripe, sin duda. Piensas en Nicolás viéndose al espejo, con ese país que le cuelga enorme de los hombros. El elefante estornuda. Gripe y revolución. ¿La buena noticia? Ambas cosas se curan. Hay síntomas inequívocos en el aire.

 

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