Leonardo
Padrón

Esa vieja música

Siempre he pensado que la mejor prueba de nuestra soledad es la cédula de identidad. Ahí estamos como somos: solos. Y, de paso, con muy poca fotogenia. En esa opaca foto nadie aparece abrazado a su pareja, o reunido en un gran sofá con padres, tíos y primos, ni siquiera con un buen amigo que haya tenido a bien acompañarte. Esa es la verdad más rotunda que poseemos, la que cargamos escondida en la cartera: somos unos solitarios. Y lo peor, pasamos la vida entera tratando de que no se nos note, disimulándolo. Creo que ese artificio, en rigor, nos ha hecho más tristes, menos serenos en nuestra relación con el mundo.

Todos la llevamos en la oscuridad de nuestra ropa, muy cerca de los ojos, a ras del nombre. Esa es su gran paradoja: acompañarnos. Y lo hace con devoción. Nosotros, a su vez, pasamos la vida tratando de que nos suelte la mano. Hemos llenado el mundo de ruido y nos hemos apretado en las ciudades, pero sobre todo, procuramos desesperadamente que ese abrumador espacio que es la cama se pueble con otra respiración, alguien que tosa, ría, se despierte en la madrugada buscando el vaso de agua a tientas, y en algún momento nos roce con el pie, casi por equivocación, seguramente porque la cama en realidad no es tan grande. Ese milimétrico roce de la piel parece salvarnos de ese abismo cotidiano que es la noche: la escenografía más operática de la soledad. Somos devastadoramente frágiles. Se nos siente la costura con demasiada facilidad.

Octavio Paz, en esa vieja joya de su lucidez llamada El Laberinto de la Soledad, lo escribió para siempre: “Nacer y morir son experiencias de soledad. Nada tan grave como esa primera inmersión en la soledad que es el nacer, si no esa otra caída en lo desconocido que es el morir”. La distancia entre esas dos grandes soledades, eso que llamamos la vida, la ocupamos febrilmente en adulterar la madera de la que estamos hechos. Ahí está el error. No asumir que somos soledad. Ella navega por nuestra sangre, llueve en nuestros ojos, deambula por nuestras neuronas y glándulas con la confianza de una antigua inquilina. Cualquier intento que hagamos por desterrarla será sólo eso: vano y esforzado intento. El más persistente en la especie humana ha sido el de hacer pareja. Nosotros, que somos uno, tratando de ser dos. Eso que llaman hacer vida en común, convertirse en plural. Y de pronto, un día nos molesta que el otro o la otra explore tus gavetas, decida tus ganas, invada tu desorden, colonice tu cuarto, elija tus amigos o asesine con impecable puntería tu humor. Y por supuesto, tu ropa está menos sola, pero francamente arrinconada en el closet; tu cepillo de dientes ahogado entre esencias, cremas y pomadas; conversas en tus comidas, pero el arroz se salpica de reclamos, el pollo a la naranja se abruma de facturas por pagar, la ensalada se fastidia de predecibles discusiones. Y a pesar de que ser plural nos allana tanto la vida, parece que nos alivia la carga, nos aflauta la sonrisa, le hace guiños a cada tanto a la felicidad. Extraños animales que somos. Justo es decirlo, no hay gesto humano más entrañable que el de mezclarse con otro, fusionarse con otro. Entendernos, acoplarnos, gustarnos, verbos de exquisita ejecución. Pero no hablo de la lógica de la comunicación, de sociología, de la obvia necesidad o el placer de la convivencia. Hablo de esos últimos minutos del día, cuando el vértigo de la cotidianidad baja su persiana, cuando colocamos la cabeza sobre la almohada. En ese justo momento, así ocurra la cálida y solidaria presencia de un cuerpo a nuestro lado, en ese momento estamos solos, pensando en nuestro día, en cuánto de victoria o fracaso hay en nuestros ojos. Y si nos duele la cabeza, sólo a nosotros nos dolerá.

Se parte de la premisa de que la cercanía del otro espanta a la soledad. Comer con otro, conversar con otro, reír con otro. Nos resulta insoportable estar con nosotros mismos. Nos agobia no tener a quién decirle cuánto frío hace, qué buena fue la película de anoche, mira cuánto éxito o cuánta desdicha tengo en la vida. El silencio de nuestra casa nos rompe los tímpanos. El escandaloso traje de nuestro ego cómo podría brillar sino frente a otros. Y he aquí la ironía: muchas veces buscamos al otro sólo para hablar de nosotros. No tenemos el coraje de ufanarnos o llorar con nosotros mismos. En realidad, los espejos asustan, siempre los atravesamos con prisa, hay demasiada verdad en su piel. El hecho es que pertenecemos a la soledad, pero nos aterra sentirla. Más aún, con fogosa estupidez, nos avergüenza que nos sepan solos. La hemos llegado a estigmatizar con saña y eficacia. Como si fuera una enfermedad, una marca turbia en la frente, un sinónimo de la desdicha. Es común la pregunta que el periodista, con alevosa malicia, le hace a- pongamos- una hermosa actriz: “¿En estos momentos estás sola?”. Y la actriz, enredada, nerviosa, procurando ocultar esa “falla” en su currículo, excusa su vida: “No, no estoy sola, tengo a mis hijos, que son lo más bello del mundo.” Justificar la soledad es, como toda redundancia, inútil. Quizás, lo que podríamos es darle una vuelta de tuerca a nuestra relación con ella. Todos somos solos y eso, en vez de agobio, debería otorgarnos otra lectura del mundo. Entender el discurso interior de la soledad podría hacernos mejores: en todo caso, más serenos y menos petulantes. Cuando el navegante asume la hondura del mar, lo atraviesa con más respeto y sabiduría.

Según parece, para vencer a esa inquietante palabra, el hombre inventó la sociedad, las peluquerías, el bar y la religión. Desde que nos despertamos nos mezclamos en la calle, en la oficina, en la barra. Pero aún así, a pesar de tanto esfuerzo, el vínculo con el otro no es fácil. No son pocos los que van al psiquiatra solo para tener a alguien a quien narrarles el cuento de su vida, con la seguridad de que el psiquiatra no podrá manifestar desinterés o aburrimiento, porque para algo se le paga. No son pocos los que se suicidan porque no hubo el amigo a tiempo. No son pocos los que se casan –aun sin el detalle grande de amar- porque necesitan resolver el sonido que los aturde que no es otro que el sonido de la soledad. Nos hemos afanado en una batalla estruendosa y perdida de antemano. Por eso a veces me pregunto en mitad de su teatro, de su terrible rostro, si no es posible vincularse de otra manera con esa vieja música. Descubrirla, como descubrimos a nuestro codo derecho cuando alguna fisura en su superficie nos recuerda que existe y es nuestro. Quererla, no con el ritual del artista que la necesita para acceder al misterio, sino con su franca dosis de cotidianidad, con sus mediodías, con sus domingos por la tarde, con su mes a mes. Lo digo sólo por una sospecha: al fondo de la soledad, de su rudo paisaje, de su dura disciplina, está el verdadero sonido de nuestra vida, el rumor de nuestra huella digital, el humo de nuestra razón de ser. Necesitamos a alguien que no se vaya nunca. ¿Acaso ese alguien no es la propia vastedad de nuestro ser? ¿Es que no nos hemos dado cuenta que la soledad carga en su poder el perturbador monólogo de nuestra historia, el manuscrito inédito que nos podría explicar quiénes somos realmente en el kilómetro cero de la vida?

Leonardo Padrón

Por CaraotaDigital – nov 19, 2015

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