Leonardo
Padrón

«Ese carajito aquí no entra»

Uno sigue sin entender eso que llaman la revolución. Confieso que me declaro incompetente. No me alcanzan las neuronas. No logro entender qué tienen de revolucionaria la arrogancia y la indolencia. No concibo cómo se empeñan en negar lo obvio. Resulta cínico e inútil el manto de silencio que intentan colocar sobre un tema que alcanza cotas de tragedia: la escasez de insumos médicos para atender a la población enferma que plena los hospitales públicos. Saben que no hay mayores recursos, que los médicos y enfermeras se intoxican de impotencia, que a veces pacientes y doctores tienen que trancar calles para hacerse oír. Y nada. Solo hay algodones. Algodones en los oídos del gobierno. Hasta la ONU le pidió públicamente, con un tono que invocaba compasión, que aceptara la ayuda humanitaria. Nada. Como piedras. Una indolencia tan recurrente que sobrepasa la crueldad. Todo para no aceptar públicamente la magnitud del derrumbe de la salud en Venezuela.

Enfermarse, hoy por hoy, es contrarrevolucionario, es un gesto imperialista, una estrategia de la canalla burguesa en momentos de guerra económica, enfermarse -incluso- es un gesto muy poco solidario con el legado de Chávez, es meter a los compañeros camaradas en un paquete, es ponerlos a intentar resolver lo insoluble, es colocar en evidencia las mentiras ministeriales. La señora Luisana Melo, flamante ministra de la salud, supone que aquí la única que se enferma es la derecha colonialista, fascista y uribista, no la gente, la gente común y normal, la gente que tose, que se hincha, que se desmaya, que agoniza en las salas de espera de los hospitales.

En estos días ocurrió un suceso absurdo por todos sus costados. «Aquí ese carajito no entra», fue la frase que la funcionaria de turno escupió para ordenar a los militares de turno que le prohibieran la entrada al popular cantante Nacho y el equipo de Caraota Digital al Hospital Universitario de Valencia. Nacho se había ocupado en acumular medicinas a través de donaciones que su esposa, en su más reciente embarazo, pidió a sus amigas. Ella (Inger), sensibilizada por la crisis humanitaria en curso, no lo dudó un segundo. En vez del baby shower de rigor, entendió que se imponía cambiar la tradición por algo más urgente para tanta gente atrapada en este colapso que ya cuesta llamar país: medicinas para los niños enfermos en hospitales. Y también pañales, y teteros, y sueros, y colchones, y tensiómetros. La lista de necesidades, lo sabemos, es tan larga como el asombro que genera tanta precariedad.

Ya en ocasiones anteriores, el músico había intentado donar insumos a otros hospitales y orfanatos, cumpliendo incluso con el engorroso e innecesario protocolo de solicitar el permiso por escrito. Decimos innecesario porque las enfermedades agradecen a la celeridad como aliada. Ya en el Hospital Domingo Luciani le habían impedido el gesto. Ya en otro hospital de Valencia había logrado que le trancaran la puerta en sus narices. Cada hospital cerca de su radar de conciertos estaba advertido.

En esta ocasión, médicos de guardia, adjuntos, especialistas y residentes clamaron a voz en cuello para que las autoridades militares dejaran pasar al renombrado cantante de música urbana con el imprescindible cargamento de salud. La intransigencia fue absoluta. La orden era taxativa: «No pueden pasar!» «¿Pero por qué?». «Son opositores». «Bueno, pero qué importa», les decían los presentes, «se trata de niños». Y me parece que debemos ser más específicos, para que se entienda la magnitud del crimen, se trata no sólo de niños, sino de niños enfermos de cáncer. En la unidad oncológica de la zona de pediatría hay 10 niños hospitalizados (porque solo hay 10 camas), y otros 75 niños itinerantes que deben cumplir ciclos de quimioterapia con la debida periodicidad que exigen la enfermedad y sus protocolos médicos. Niños que van desde un año de edad. Niños que necesitan antibióticos, anticonvulsivos, probioticos, anestésicos locales, cremas para regenerar el tejido de la piel, antiemeticos (para evitar los vomitos). En definitiva, medicamentos para atenuar los dolores, para hacer más llevadera una enfermedad que ya es suficientemente cruel, y más cuando ocurre en seres humanos que apenas están estrenando la vida. Pero no. ¿Eso qué importa? Aquí lo que importa es la bendita revolución. Lo que importa es «evitar que los opositores monten su showcito» (uno hasta los puede oír, hasta puede adivinar la entonación, el fraseo cargado, la mirada oblicua). El argumento podría tener algún sentido político si el estado fuera capaz de solventar las carencias del hospital, si de cualquier otro lado, no importa cómo, aparecieran los medicamentos. Pero no. Eso no ocurre. Ni va a ocurrir. Los niños, que se jodan, que sigan sufriendo su tragedia. Lo importante, camaradas, es la imagen de la revolución.

A estas alturas, esa imagen resulta más bien sumamente oscura, turbia: el ministerio de salud de la revolución es hoy el verdugo de los enfermos de todo un país.

Hoy, la salud de todo un país está en terapia intensiva.

Leonardo Padrón

CaraotaDigital – julio 21, 2016

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