Leonardo
Padrón

Estupor

Uno lee la noticia y enmudece. Uno se queda callado largo rato, con el periódico en la mano, sin saber dónde poner el corazón. Una pareja convertida en incendio dentro de su propio carro por una banda de monstruos con pistola. Y lo peor, toda esta piromanía del horror frente a los ojos despavoridos de sus dos hijas. Dos seres humanos de seis y tres años de edad que no podrán olvidar jamás la primera vez que conocieron la muerte. Dos niñas que quizás estaban felices porque ese día era día de helados y plaza y familia. Una familia a la que le incineraron su proyecto de vida en una tarde cualquiera de Venezuela. ¿Cómo podrán comer helado de nuevo esas niñas? ¿Cómo olvidarán el momento en que se los llevaron secuestrados a todos, los arrancaron de cuajo de su día normal, y los encajaron en un rancho a lidiar con su pánico, mientras a su madre la trasladaron a su casa para saquearla y allí encontrar la foto de su padre con uniforme de policía? Una foto antigua, una foto que ya no se correspondía con su trabajo actual, pero que igual se convirtió en sentencia de muerte, porque en este país ser policía es, entre otras cosas, ser futura víctima o victimario. Está clarísimo: el predicamento unánime de todo delincuente nacional es exterminar a la raza de los policías. Quizás sólo se salvan los uniformados que han preferido la siniestra ambigüedad de delinquir y reprimir al mismo tiempo.
Uno no se acostumbra. Uno no debe acostumbrarse a tanta sordidez en la crónica roja del país. Uno lee la noticia y enmudece, porque hay demasiada procacidad en el crimen, porque a uno le pasa por la mente todo lo que debieron vivir esas dos niñas, dos niñas con las manos y piernas quemadas por intentar rescatar a sus padres de las llamas. Dos niñas que vieron cómo al papá, Daniel de Jesús, le cubrieron la cabeza con una bolsa y le descerrajaron un tiro por donde se le fue la vida para siempre. Dos niñas que también vieron cómo a ambos, padre y madre, los arrojaron dentro de la maleta del carro y los convirtieron en fogata trágica y perversa.
“Échenle candela con todo y las niñas adentro”, así cuentan que dijo uno de los monstruos. Pero otro le replicó: “Las niñas no hablan”. Y bastó una frase para que se salvaran. Los delincuentes jugando a ser Dios, a decidir la vida y la muerte de todos nosotros.
Yo me pregunto, sinceramente, qué pasa por la mente del presidente de este país cuando lee una noticia así. ¿Llega a leerla? ¿Suelta un “¡carajo!” y sigue de largo? ¿Prefiere hacerse el loco? ¿Le echa la culpa a Rajoy y a las Empresas Polar? ¿No siente ni una pizca de culpa, de responsabilidad, por esta orfandad y esta orgía de muerte en la que nos ha sumergido el hampa en este país? A él, que tanto le gusta hablar de batallas y de épicas y de Simón Bolívar, ¿no le parece bastante épico librar una guerra definitiva contra la epidemia de asesinos que azotan a este triste mapa en bancarrota moral? ¿Le basta en dejarlo todo en manos de la OLP, unas siglas tan polémicas como insuficientes? ¿Se ha dado cuenta que mientras agarran a dos delincuentes se les escapan diez o veinte? ¿Qué les importa a esas niñas, que más nunca olvidarán la plaza Madariaga ni el olor a ceniza de sus padres, el desalojo de la gigantografía de Chávez de la Asamblea Nacional? ¿Qué les importan cinco horas de cadena nacional para culpar del precio del tomate a la derecha burguesa apátrida y puntofijista? ¿De qué les sirve que el presidente de este país hable tanto de guerra económica si la única guerra que realmente existe es esa que incendió a sus padres y les convirtió la vida en una soledad inexplicable?
Maduro y Cabello dilapidan horas inabarcables de su gestión de gobierno satanizando a Leopoldo López, emblema de la oposición, y etiquetándolo como el Monstruo de Ramo Verde. Déjenme decirles, señores revolucionarios, que la verdadera sociedad de monstruos está diseminada por todo el país, equipada con armas de guerra asombrosas, brindando por una larga impunidad que los hace más crueles e invulnerables y gritando “¡Dinero o Muerte!” con una saña y una voracidad insaciables. Quizás tanto lenguaje carcelario, tanta arenga de batalla, tanto vocabulario de odio y resentimiento, inoculados vehementemente por el chavismo durante 17 larguísimos años, terminó permeando a los delincuentes del país y otorgándoles licencia moral para ser amorales, concediéndoles pasaporte y consigna para hacer del odio social una borrachera de sangre.
Mientras tanto, dos niñas tratan de olvidar el horror en que se les ha convertido la vida. Y fracasan. Y más nunca para ellas un helado tendrá sabor a infancia. Sino a muerte.

Leonardo Padrón

CaraotaDigital – ene 21, 2016

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