La ciudad de la furia

 “Ya no hay fábulas/ en la ciudad de la furia.”

Gustavo Cerati

La pareja acaba de almorzar. Cheo recorre los canales de televisión con pereza. Alicia deambula por el cuarto en franela y ropa interior mientras busca un short. Una estampa sensual que él agradece. Es allí donde estaciona sus ojos. En las piernas de su esposa. De pronto, ella interrumpe un gesto: “¿No oíste como unas llaves?”. Cheo desestima pero, maquinal, se asoma al pasillo. Sorpresa. Del cuarto de huéspedes emerge un desconocido. Desde la sala se aproximan otros dos hombres y una mujer. No son rostros, son pistolas. El mediodía del sábado acaba de perder su coherencia.

Diez minutos después, Alicia y Cheo están atados y acostados boca abajo en el suelo. Un hombre lo golpea. Una, dos, tres veces. Su espalda cruje. Le pregunta por la caja fuerte. Sería presuntuoso tenerla. No habría mucho que guardar allí. Cheo gana lo que promedia cualquier miembro de la clase media venezolana. Los delincuentes echan la casa abajo, rompen gavetas, arrojan al piso estantes, papeles, adornos. Como si odiaran. Consiguen algunos relojes, una porción de moneda extranjera de apenas cuatro cifras, algo de efectivo nacional, y ya. La mujer sustrae varios pares de zapatos y la ropa favorita de Alicia. Ella está en pánico. Sus ojos clavados en el parqué. Entonces escucha el trueno de una voz: “¡Si nos denuncian, venimos y los quebramos, incluido el perro, malditos!”. Un perro que no existe. Es solo un énfasis, una cucharada extra de terror. Cuarenta minutos después se van. Silencio. Sollozos apagados. Cheo logra zafarse. Libera a su esposa. Ve un bulto humano en su cama: es el vecino, amordazado, impedido.

Ya han pasado tres semanas y no logran volver a su casa. El miedo les grita en la mente día y noche. El sonido de unas llaves los persigue como un zumbido.

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Sector Acequia del Guarataro. 6:50 am. Domingo. Frederick Alexander duerme con su esposa. Su hija está en el otro cuarto. Tocan la puerta. Aun con la noche en el semblante, abre. Le propinan uno, cuatro, diez, quince, veintidós, treinta, treinta y ocho, cuarenta y siete, cincuenta disparos. Cinco hombres le dan la espalda a su propia masacre. Quizás aún no han desayunado. Frederick Alexander permanece ocho horas tendido en el lodo de su sangre hasta que llega la policía. Apenas tenía 22 años, dice la esposa. Cincuenta son demasiadas balas para una vida tan breve.

“Cuenta la leyenda que antes era mejor/ que se podía caminar y de vez en cuando/ mirar al cielo y respirar”, dice una canción de Yordano llamada Vivir en Caracas. La compuso hace un poco más de tres décadas. Cuando Frederick Alexander ni sospechaba la vida.

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Sí, a la señora de Santa Fe que siempre saludas en el centro comercial también le desvalijaron su casa. Se llevaron, es lógico, el televisor pantalla plana, la  laptop, el bluray, las joyas. El policía va anotando en su libreta y alza la mirada: “¿Cómo dijo?”. La señora Betty repite: “Que se llevaron tres potes de champú y dos enjuagues”. La furia tiene el cabello sucio.

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El hombre ronda los 40 años. Ostenta un solo diente en su boca. Franela a rayas, roída, cansada. Un morral a cuestas, casi vacío, como su boca. La cámara de televisión lo aborda. El país. Esa es la pregunta. Y entonces descuelga su ira, agita los brazos, se le tensan las venas del cuello: “¡Más fácil tú consigues un paquete de marihuana que un paquete de Harina Pan! ¡Más fácil consigues una pistola que una bombona de gas! ¡Más fácil consigues una cocaína que una buscapina! ¡Más fácil consigues una bomba lacrimógena que una bombona de oxígeno para un asmático!!”. Y sigue, sigue, profiriendo maldiciones. Colérico. Con su estampa de pueblo. Con su hartazgo. El video es de hace meses, pero sigue circulando porque la rabia parece de hoy.

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Trozos. Una cabeza en una esquina. Dos piernas en una bolsa. Gente desmembrada. Cuerpos decapitados. Simón Perdomo convertido en tres sacos abandonados en un quiosco de Bello Monte. Yesenia Mujica que aparece, partida en dos mitades, en flancos distantes de la ciudad. Consiguen fragmentos de un ser humano en plena Avenida San Martín. Cadáveres flotando en el río Guaire. La silueta de un hombre ahorcado en el Ávila. Lo macabro es el nuevo estatus de la ciudad.

Septiembre negro, morgue colapsada. Octubre rabioso. Matan de 5 disparos a madre de 8 hijos. Van 74 mujeres asesinadas en la Gran Caracas.  Detienen a dos menores con 90 balas de fusil en el Metro de Capitolio. Hans Camargo se resiste a que le quiten su reloj Technomarine y recibe un disparo mortal en el pecho. Arles Jesús es robado por dos malandros que lo despojan de la plata que había recabado en el autobús que maneja. La ira lo empuja a perseguirlos. Una puñalada lo para en seco. Cien policías muertos en lo que va de año.

La ciudad envilecida. Fuera de sí. La muerte como borracha, expulsando la más sórdida de sus melodías.

“En esta puta ciudad/ todo se incendia y se va”, canta Fito Páez en Ciudad de Pobres Corazones.

Quizás Buenos Aires y Caracas son simplemente sinónimos.

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La mañana siguiente a la noticia del brutal asesinato del diputado oficialista Robert Serra me detengo en “La Flor de Altamira” para un rápido desayuno. Es una panadería concurrida. Cachito y café con leche en mano, me ubico en un módulo circular que funge a la vez de mesa y basurero. Allí desembocan quienes no consiguen sitio libre en la terraza. Es una pequeña superficie que compartes de pie con quien el azar disponga. Dos mujeres comen frente a mí. Una rompe el silencio: “¿Viste lo de anoche, lo del diputado ese, tan jovencito?”. La otra apura su respuesta: “Horrible, chama, pero ahí están, como siempre, echándole la culpa a la oposición. Pobrecito, no tenía ni 30 años!”. “27”, me permito precisar. Un hombre, con cara de médico, se suma: “Esa muerte es muy rara”, y muerde un croissant de queso. “Aquí lo raro es no morirse”, acota la que inició el diálogo. Se abre una suerte de foro sobre lo acontecido. Es la misma conversación que se replica en cada café, cada oficina, cada parada de autobús esa mañana.

La muerte, una vez más, le gana el rating a la vida.

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Veo el noticiero, la cadena presidencial, el funeral. Amenazas, acusaciones al desgaire, un discurso salvaje, peligroso, irresponsable. Toneladas de leña a un fuego que acecha en las esquinas.

En la noche leo los Diarios de Sándor Márai, el maestro de la narrativa húngara que padeció el confinamiento del comunismo: «Quien incita al crimen siempre es más cruel que quien lo comete».

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7 de octubre. Parroquia Santa Teresa. El centro de Caracas se convierte en el centro de la noticia. Solo hay una ventana para asomarse a los acontecimientos: las redes sociales. La hegemonía comunicacional  le pone tirro en la boca a sus medios mientras el CICPC allana la sede de un colectivo. Intercambio de disparos. La escena es inédita: aliados naturales, gente de la misma ideología, enfrentándose. La esquina de La Glorieta es pura conmoción. El país intentar seguir el vértigo de los acontecimientos en la autopista del Twitter. Aparecen testimonios gráficos. Un helicóptero sobrevuela el lugar. Se habla ya de un muerto. Luego de otro. Son muertos notables: líderes de colectivos. Hay rehenes. Gente detenida. Caen algunos heridos. Una información desdice o complementa a la otra. Por fin habla la televisión: no hay imágenes. Solo una voz que informa más su pudor que la verdad. El saldo final: cinco muertos. Mientras tanto, en la Asamblea Nacional, a pocas cuadras, los diputados del oficialismo gritan, sentencian a la “derecha apátrida”. Escupen insultos en nombre de “la patria”.

Vienen días oscuros. Las zonas de paz son solo pólvora.

La Ley Desarme yace en un charco de sangre.

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Noche. Lluvia de estrellas de las Dracónidas. Luna de sangre. Luna en Aries, dice la astrología. La luna del dios de la guerra. Eclipse. Noche de terror en el 23 de enero. Ráfagas incesantes en el oeste caraqueño. Ulular de sirenas a la una de la madrugada. Los motorizados salen a cabalgar su rabia. El aire huele a venganza. “La anarquía se anarquizó”, me comenta alguien, desde su insomnio.

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¿Qué dice un historiador? ¿Qué piensa un maestro? ¿Qué percibe un niño? ¿Cuánta desazón hay en la mirada de un fiscal de tránsito, un ama de casa, un joven violinista o un futuro abogado? El extravío es general. ¿Seguiremos corriendo hacia el aeropuerto?

El declive de un país se manifiesta primero en su ciudad mayor.  El caos es el patrono de Caracas. Su himno es la muerte. Envejecer se está convirtiendo en una hazaña. En Colombia, a finales de los años 80, se instauró la cultura de la muerte gracias al apocalipsis que produjo la industria del narcotráfico. La novelista Laura Restrepo resumió la tragedia en una frase: “Una nueva generación de colombianos no sabe que es posible morirse de viejo”.

Quizás es la muerte, tantas veces anónima, la que canta detrás de la voz de Gustavo Cerati: “Me verás volar/ por la ciudad de la furia/ donde nadie sabe de mi/ y yo soy parte de todos”.

¿Con qué tinta se terminará de escribir el destino de este país? ¿Qué nos toca aprender de esta crispación?

Leonardo Padrón