Leonardo
Padrón

La mujer número 57

6:20 am. Suenan dos disparos que me despiertan. Es el canto de los gallos caraqueños del siglo XXI. Ocurrió a una cuadra de mi casa. Quizás para alguien ya el país no es un dilema. Los muertos no leen la crónica roja.

Por allí anda la lluvia, manchando de agua los pasos. Todo gesto de amanecer tiene en Venezuela un escalofrío de noticia. Abres la ventana sin saber si el país aun sigue allí afuera. Practicas, entonces, un malabarismo suicida: buscas la prensa, prendes la televisión, te asomas al Twitter. Vas del estupor al embotamiento. Lees titulares que te agreden. Más aun, te interpelan. La indiferencia ha quedado prohibida en el territorio nacional. La lluvia insiste. La lluvia también es un mientras tanto

La mujer número 57. Así se le llamó por última vez a Marisela del Valle. Tenía 21 años y un hijo de un mes de nacido. La alegría era su marca de fábrica. La maternidad se celebra, diría ella. Y esa noche le puso hígado a sus ganas de beber. Total, los sábados son más largos que la vida. Su hijo le estaba otorgando muchos trasnochos, ahora ella quería regalarse el suyo. A las tres de la madrugada llamó a su madre para decirle que iba en camino. Nada mejor para llegar a Brisas del Ávila que un mototaxista. Antes de montarse en la máquina guardó el celular entre sus senos: allí donde también guarda la cédula, el dinero, y últimamente, la comida de su hijo. Quizás se tardó medio minuto negociando con el motorizado un precio justo. Quizás no advirtió el botón de lujuria que apareció en la mirada del hombre cuando se detuvo en la opulencia de sus pechos.

Una hora después, los vecinos despertaron a la madre con una noticia irrepetible: Marisela del Valle, a tres casas de la suya, era una estadística de muerte en el asfalto. Le dieron un tiro en la boca. Nada menos. El mototaxista que le hizo la carrera la mató. Según cuentan, el hombre quiso otra forma de pago. Ella se defendió. Una decena de segundos se defendió. Marisela se convirtió en la mujer número 57 asesinada en la Gran Caracas este mes. Al amanecer, había un huérfano más y un celular que repicaba inútilmente, escondido en un sostén.

La Plaza Altamira ha sido muchas cosas en la historia de Caracas: nicho de protestas, enclave urbano, bullicio navideño, huracán político. Su mejor momento es cuando, una vez al año, ocurre el Festival de la Lectura de Chacao. Durante diez días se llena de carpas blancas y un perenne rumor de libros. Se convierte en la plaza que se lee. Es un gesto de supervivencia de la propia ciudad. Llegas allí y en el acto tu vida tiene menos Tibisay Lucena y más Cortázar. Comienzas a husmear novedades y Maduro se convierte en una tribulación lejana. Sonidos turbios como Pedro Carreño se quedan empozados dos cuadras atrás. Las estridencias de Iris Varela son eclipsadas por un jamming poético, una charla sobre diseño gráfico y divagaciones sobre la literatura negra. Los ojos se te ponen golosos. Quieres pedir vacaciones para transformarte en lector y butaca. El país se convierte en un asunto culto y sensible. Durante una plaza entera no hay desabastecimiento, ni inseguridad, ni bruma revolucionaria. Me gustan los espejismos.

Deambulas por los puestos de las distintas editoriales y consigues combinaciones risueñas y sorpresivas. En un mismo local están a la venta un libro llamado Adiós al insomnio y La Dama de las Camelias en versión apurada de 85 páginas. En el siguiente, especializado en libros usados, andan revueltos el Tarot, la pintura de Cezanne y mucho texto de autoayuda, que sigue siendo un puntal de ventas (“tu sabes, la gente quiere resolver el peo”, me ilustra el vendedor). Siguiente puesto: convivencia de libros sobre Dinosaurios, Gaudí y bonsáis. Más allá, casi agarrados de manos, La mujer multi-orgásmica y El Arte de la Guerra de Sun Tzu, (deberían venderlos en combo). Te topas con audio libros que van de Edipo Rey a la vida de Amador Bendayán, pasando por Madame Bovary. Un stand concurrido: las novelas gráficas, donde consigues joyas como El Incal, de Moebius y Jodoroswsky, o textos que van de Superman a Alejandra Pizarnik, o de los poetas Beats a Puta Guerra, de J. Tardi, comic ganador del Pulitzer. Todo muy bien hasta ahora. ¿Por qué? Porque no he revisado el Twitter

Es sábado y hay una larga tanda de presentaciones de libros. En el Salón Obelisco, César Miguel Rondón presenta Simpatía por King Kong, la prometedora novela de Ibsen Martínez. Mucha inteligencia y público juntos. La jornada avanza entre revelaciones, cantos desafinados y una gratísima hilaridad. Siguiente tanda. Se presenta La incandescencia de las cosas, un libro de conversaciones de Carolina Acosta-Alzuru con el aquí firmante. Todo transcurre con resonancia y calidez. De pronto, veo al fondo del público alguien que sostiene una pancarta que dice: “Cabello, fascista!”. En el acto pensé: “esto se jodió”. Pero creo ser el único que advirtió el letrero. Hasta ahora, el round lo seguían ganando los libros. Minutos después, el país me toca el hombro. Me entero que detuvieron al general Antonio Rivero. Tomo en mis manos un poemario de Gustavo Pereira y me cuentan que la presidenta del CNE está en cadena burlándose de un país entero. Titubeas, dudas si revisar las redes sociales y sumergirte de cabeza en el piélago de las noticias.

Al día siguiente, nos toca conversar con Laura Restrepo en la librería El Buscón. Rafael Cadenas está sentado en primera fila. El sitio está  a reventar. Hablamos de Hot Sur, su novela más reciente. Una historia de inmigrantes en busca del american way of life, pero también un thriller y una reflexión sobre la escritura. Una venezolana dice haber venido de Panamá solo para verla. Un joven colombiano le cuenta que aun no sabe cómo tejer el camino de regreso a su país. Muchas preguntas bordean la política. La Restrepo, elegante y cordial tras su collar de perlas, prefiere eludir terrenos pantanosos. Otro lector solicita ser adoptado por ella. Una joven le pide que recomiende un título. Ella habla de Lo que no tiene nombre, el estremecedor libro de Piedad Bonett que escribió sobre el suicidio de su hijo. «Allí están, descarnada y sobriamente escritos, la locura y el suicidio. Dos temas tabúes en nuestra sociedad”. La locura y el suicidio. ¿Por qué pienso también en mi país?

 Mi editora me llama para decirme que finalmente llegó mi nuevo libro al stand de Planeta. Se llama Kilómetro Cero y reúne un puñado de crónicas. Voy al stand y lo hojeo con entusiasmo. A mi teléfono llega un mensaje. Lo reviso. No puedo creer lo que veo. En la Asamblea Nacional acaba de ocurrir una golpiza brutal contra los diputados de la oposición. Las huestes de Diosdado Cabello actuaron con la irracionalidad de los toros. Julio Borges está grotescamente lesionado. María Corina Machado asoma un rostro congestionado de patadas. De pronto, oigo a la gente en la plaza hablando de lo mismo. Entre la nobleza callada de los libros conversan sobre la barbarie. La plaza vuelve de nuevo a su talante de foro público. Mi emoción por el libro recién nacido enmudece. Siento que el país se descarrila como un tren borracho de velocidad. Chequeo ese noticiero de la inmediatez que es el Twitter. La indignación es colectiva. De pronto alguien, por esa vía, me pregunta en cuál stand se consigue mi nuevo libro. Alzo la vista. Es el stand número 57. La coincidencia es feroz. Recuerdo, como un chasquido, a la mujer número 57 que murió hace dos madrugadas. Pienso en María Corina Machado. Quisiera que fuera la primera y última mujer agredida en nuestro parlamento. Pero quizás es apenas el inicio. La paz se está quedando sin tinta.

Antes de terminar estas líneas, prendo el televisor. Ciudadanos que  gritan consignas de libertad. Otros que piden cesar la persecución a los trabajadores públicos que osaron votar por el cambio. La mayoría del país  insiste en el recuento de votos. Un cineasta fue detenido y acusado de terrorista. Su crimen: ser gringo. Antonio Rivero sigue en huelga de hambre. Cada día son llevados a prisión, a la chita callando, miembros importantes del ejército. Las universidades anuncian paro general. Capriles hace que las iglesias se llenen y decide impugnar las elecciones. Sobre mi escritorio aún persisten las novedades que compré en el V Festival de la Lectura de Chacao y el periódico que anuncia que Nicolás Maduro y Raúl Castro firmaron 51 acuerdos económicos por un valor de 2 millardos de dólares. 51 acuerdos son demasiados acuerdos. No logro imaginar cuántos temas habitan esa frondosa lista. Pienso en el acuerdo 15, el 21, no sé, el 43. Hasta llegar al 51. Mucha Cuba en una Venezuela donde este mes la mujer número 57 ha sido asesinada. Mucho incordio en un país que propone una plaza para leer. La democracia es un pómulo sangrante. Una palabra escondida en algún lugar del mapa.

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