Palabras de Elías Pino Iturrieta en la presentación del libro «Se busca un país»

barra prueba 548 x 20La realidad está allí. Nos rodea, nos envía sus señales y quienes forman parte de ella, se supone, las reciben para actuar en consecuencia. Parece que sea así, pero no del todo. No solo porque cada cual las acoge según las características de su vivencia, sino también porque, para que no se esté ante una experiencia que apenas trasciende lo individual, hace falta un puente que la convierta en hecho masivo.

Cuando la realidad es contundente nadie escapa de sus conminaciones, especialmente si las señales que dirige son aterradoras, pero no falta la gente que vive su limbo sin enterarse cabalmente de lo que la rodea, o enterándose a medias. Tampoco faltan los interesados en ocultarla, o en maquillarla según su conveniencia. Tal vez sea este el fenómeno que más importe en la actualidad venezolana. En la medida en que la realidad se vuelve más tenebrosa e invivible, abundan los voceros dedicados a decir que tal realidad no existe, o que, en la mayoría de los casos, es una invención o una exageración de unos sujetos torvos cuyo propósito es pintar de negro los tonos y los mensajes apacibles o llevaderos del entorno para dibujar un paisaje que no existe, o que apenas forma parte de una figuración llevada a cabo para crear malestar entre los hombres que integran un hermoso cromo distorsionado a postas.

No es un cometido que se pone en marcha cuando abundan los aprietos, cuando ciertos mensajes del ambiente inmediato lo aconsejan, sino todos los días y desde las alturas del poder. Hay una maquinaria para la función de suplantar el teatro de dolor en cuyo seno vive la sociedad venezolana. Hay una molienda movida por inmensas cantidades de dinero y dirigida por agentes expertos, cuyo cometido es pulverizar las novedades ingratas y a quienes supuestamente las crean y divulgan. Si se agrega el hecho de que se ha reducido cada vez más el espacio desde el cual se puede realizar el descubrimiento cotidiano de los sucesos, y, en especial, una comunicación capaz de llegar hasta públicos numerosos, el asunto adquiere proporciones gigantescas.

La realidad está aquí, encima de nosotros, con su carga sobre el hombro de cada cual, pero se busca la manera de que no esté, o de que pese menos, o que quizá muchos no la adviertan en toda su magnitud porque todavía se sienten confiados de su corpulencia, o porque la avalancha de los mensajes benévolos los convence. En consecuencia, la realidad necesita intérpretes lúcidos, es decir, individuos honrados y susceptibles de contar con un crédito aceptado en cualquier plaza. Esos intérpretes tienen la capacidad de hacer descripciones de situaciones particulares que se vuelven, casi de manera automática y sin que nadie tope con goteras en su techo, imprescindibles apreciaciones, pero también densas interpretaciones de lo que sucede en sentido genérico. La realidad no influye de veras sin la existencia de tales intérpretes, me atrevería a afirmar.

¿De qué valen los recuerdos fragmentados, los dolores mal contados, los rumores de un rato, las quejas sin destino aparente, las tragedias de una casa o de una familia, la diáspora del hijo y del sobrino, las virutas que se desprenden de la madera para perderse en el suelo del inclemente aserradero? Son importantes, desde luego, imprescindibles, más bien; forman parte de un conjunto que atañe a toda la sociedad, pero hace falta un tejedor que las meta en la madeja de todos, un artífice que junte los eslabones de la cadena que no solo ata a un individuo o a un grupo de individuos. De lo contrario, quizá se vuelvan memoria corta y reproche infructuoso. Todas las sociedades requieren de un traductor y de un convocador de sus fragmentos, de una elevación de sus experiencias que las transformen en una sensibilidad propiamente colectiva.

Hay que buscar al país con ojo experto, en otras palabras, para entrar ya en el punto que producido estas reflexiones pasadas. Se busca país, es el título del libro de Leonardo Padrón que hoy tengo el honor de presentar, pero no todos están en capacidad de buscar un país con la debida propiedad, es decir, con la sensibilidad y las herramientas capaces de soldar las piezas de su rompecabezas para hacerlas parte de un dolor compartido sin excepción, de una inquietud multitudinaria, de una experiencia a juro, pero también de una alternativa de desenlace que incumba a la mayoría que se sientan concernidas después de la lectura de un volumen ante cuyas historias nadie puede permanecer indiferente. Crónica de las vicisitudes cotidianas; relato de unos episodios aparentemente protagonizados por el sujeto de turno en el lugar de turno; desfile de personas desconocidas que no tienen porqué provocar la atención de nadie…, gracias al talento de un escritor de altos vuelos, a su privilegiada pluma, se convierten en una ostentación de tragedias en cuyo tránsito se resume la tragedia única y peculiar de una sociedad espeluznante.


Leonardo Padrón es un escritor pura sangre, un hombre con diecinueve libros entre pecho y espalda, desde cuando publicó su primer poemarioLa orilla encendida, en 1983. Fue miembro del grupo literario Guaire y fundador de la Casa de la Poesía Pérez Bonalde. Fue profesor de Literatura en la Universidad Católica y después, como todos sabemos, hombre de televisión y radio. Los imposibles, su programa más tarde convertido en libros, es una referencia de trabajo serio y responsable. Saqué la cuenta de sus telenovelas: once de mucha fama para solaz del público en general, que lo han vuelto un personaje célebre de eso que llaman farándula. Se pudo quedar sin mayores inconvenientes con su farándula, por cierto, en la cual hizo o hace un oficio que le debe producir buenos proventos, pero le pudo más el oficio de escritor en cuyos afanes, aparte de la demostración de una calidad indiscutible, le rinde servicio esencial a sus destinatarios.


Cada quince días acudimos a la edición dominical de El Nacional, a leer Todo en prosa, la columna de Leonardo Padrón. Es una de las partes del periódico que cuenta con mayor lectoría. Los comentarios de los usuarios llenan el correo del periódico al día siguiente, el lunes cada dos semanas, la mayoría con observaciones halagadoras y con abundancia de felicitaciones, pero también algunos con insultos subidos de tono. Sus entregas quincenales, son, por lo tanto, un elemento imprescindible del diario. No sé si se venda más la edición de El Nacional ese día porque incluye la columna de Leonardo, pero no suelto una hipótesis aventurada. La congregación de lectores es evidente y activa, en la medida en que pareciera que no se conforman con detenerse en el texto sino que también se animan a decir lo que sienten de lo que ha desfilado frente a sus ojos. No provocamos tal reacción la mayoría de los columnistas, para nuestra desdicha.

Todo en prosa está hecha con prosa de calidad. Construye una trama de la cual es imposible despegarse, a la espera de lo que viene en el párrafo siguiente. Cada una de las cuotas del relato invita a impacientarse en torno a la cuota siguiente, a la parte trágica que debe venir o a la continuación que conceda redondez a la anécdota que no se va a perder después, que va a llegar al lugar en el cual debe ubicarse dentro del ánimo del lector, en el interior de una sensibilidad rendida ante la fábrica de un espejo en el cual se tiene que mirar a la fuerza para reconocerse como parte de una historia que lo invocara necesariamente, como figura de un drama en cuyo centro se debe colocar cuando pasa con lentitud la página del periódico para leer otra coas.

Tal es la traducción sin la cual la realidad no se aprecia del todo, la elaboración requerida para que el devenir de cada quien en este valle de lágrimas encuentra una ubicación pertinente que trascienda lo puramente individual, lo fragmentario que se vuelve fugaz por falta de pegamento, o lo que ocultan los maquilladores de arrugas y cicatrices, según se trate de apuntar antes en sentido general. No hay nada trivial en las columnas de Leonardo Padrón, nada pasajero, debido a cómo las escribe para nosotros. Las fija en nuestro talante, después de removernos la conciencia. Nos hace actores y víctimas de estatura colosal, debido a que nos concede el lugar que merecemos como parte o como testimonio de un vendaval que nos arrolla.

Las columnas de prensa son eso, lecturas condenadas a la fugacidad, tintas transitorias, trabajos de paso que deben ocuparse de otras cosa mañana para no perder actualidad, referencias sobre asuntos del día que darán paso a los asuntos de la posteridad cercana. Son así, generalmente, pero no todas. Las columnas excepcionales están destinadas a la permanencia, o a convertirse en documentos imprescindibles para quienes requieran, en el futuro, averiguar lo que pasó de veras en una época determinada.

Es lo que ocurre, según pienso, con Todo en prosa. De allí la importancia de su recopilación que hoy circula bajo el título de Se busca un país, que he tenido el privilegio de presentar gracias a la invitación de la editorial Planeta. Me han brindado la ocasión de hablar, sin mentir y sin exagerar, creo, no solo de un aporte esencial de la prensa venezolana a sus usuarios, sino también de una creación literaria digna de encomio. Los que piensen que sale de la imprenta, o con la cortesía de las caravanas propias de este tipo de funciones formadas por amigos y por gente de buena voluntad, es decir, por un público cautivo y entusiasta como el de las telenovelas, comprobarán que he sido justo y serio, cuando lean, o más bien cuando relean, la antología que seguramente no comprarán por lo que se colige de estas palabras que ya terminan, sino por las excelencias de su contenido. Muchas gracias por su atención.

Elías Pino Iturrieta