Leonardo
Padrón

Un día cualquiera

Dulce estaba feliz. Después de dos días de colas extenuantes en un Bicentenario se rindió al atajo que un bachaquero le ofrecía: una paca de 20 paquetes de Harina Pan por 10 mil Bs. Le parecía una enormidad de dinero pero le resolvía una larga tanda de desayunos y cenas a su familia quizás por dos meses. La arepa volvería a ser una agradable rutina en su hogar. Lo consultó con su marido y se decidieron. Sacó la plata del tarro donde antes guardaba el café. Se citó con el vendedor en una calle aledaña a un centro de salud en Petare. Esperó diez, quince, veinte minutos. Hasta que Quincy llegó en un carro achacoso y tronante. La transacción fue rápida, con la misma presteza con la que actúan los buhoneros de la droga. Así se sintió Dulce, como si estuviera comprando una bolsa de perico. Por un instante conoció la ansiedad de los clandestinos. Ya sola, cargando su pesado bulto de Harina Pan, caminó hasta la avenida acechando la proximidad de un taxi. Estaba feliz, satisfecha. Y allí, en el breve horizonte de la calle, apareció una unidad disponible. Cuando abrió la puerta de atrás para montar la harina, llegó una moto con dos tipejos del barrio. El parrillero se bajó, pistola en mano, y le explicó: “Oye, mamita, yo estoy necesitado de Harina Pan, ¿tienes algún problema?”. Dulce ni parpadeó. El miedo le paralizó el pecho. Pensó cien opciones en un segundo. Y solo logró decir: “No, mi rey, ningún problema, si tú la necesitas, llévatela”.
Dulce se quedó con las manos vacías. Sin dinero y sin las arepas de los próximos dos meses para sus hijos. Un temblor de lágrimas se le quedó atascado en el pozo de los ojos. El taxista se marchó. Ese día, un día cualquiera en Petare, Dulce sintió en la nuca el frío de una rabia desconocida.

***

Maryelis y Jolguer habían estado tomando unas cuantas cervezas en una pequeña tasca de la Candelaria. Ambos se estaban coqueteando con desparpajo. Sabían que era su noche. La promesa del sexo gravitaba alrededor de la mesa. Los besos crecieron en intensidad y decretaron la emergencia de la piel. Jolguer pidió la cuenta y sin mayores metáforas insinuó una cama, un cuarto, un hotel cercano. Eran las dos de la madrugada.
Al llegar al hotel, alquilaron una habitación con ese rizo de complicidad que siempre se establece con los encargados de cobrar lo requerido y darles una llave dictada por el azar. Los amantes nunca se preguntan por qué un portero elige tal o cual habitación para ellos. Muchas veces la decisión la rige el albur o la disponibilidad. A menos que seas un cliente habitual y ya tengas el gusto por una habitación determinada. Pero este no era el caso. Jolguer tomó la llave y condujo a su pareja a la habitación. La nota de prensa no aclara si llegaron a desnudarse, ni cuántas caricias se lograron regalar. Solo apunta que del baño de la modesta habitación salieron dos asaltantes para arruinarles una perfecta noche de sexo.
A Jolguer, nombre ficticio, lo llevaron a su casa y le robaron el resto de su dinero, los celulares, las prendas que aparecían en cada gaveta y hasta el televisor que mañana daría la noticia.
Lo que iba a ser una jornada de lujuria y placer se convirtió en un episodio funesto que les arruinó la libido a la pareja, quién sabe por cuánto tiempo.
La esquina donde vive Jolguer se llama Peligro.

***

Alfredo manejaba su vehículo a las 7 de la noche por la 4ta avenida de Los Palos Grandes. Iba tranquilo, hasta se permitió una mirada para contemplar fugazmente las estrellas sobre el cielo de Caracas. De repente, una camioneta lo interceptó. Se bajaron 7 hombres vestidos de CICPC. No era un operativo de seguridad. Sino de inseguridad. Sin mayores palabras lo montaron en la parte de atrás de la camioneta. Lo ruletearon por toda Caracas. Mientras lo golpeaban, buscaban secuestrar a otra persona. Le pedían dinero sin cesar. Lo llevaron a su casa. La registraron de arriba abajo. No tenía ni un dólar. Eso tenía molestos a los secuestradores. Se llevaron los aparatos tecnológicos, cadenas, lo que representara algún valor. Lo volvieron a montar en la camioneta y lo soltaron en cualquier lugar. Le arrojaron las llaves del carro. Le tocó caminar largamente hasta llegar al sitio donde se había quedado su carro.
En su mente se repetían las palabras de los criminales: “Agradece. Hoy volviste a nacer”. Mientras, un hilo de sangre se descolgaba de su cabeza directo hacia la depresión.

***

Tres postales de la desazón colectiva. Tres anécdotas menores en esta interminable fábrica de malas noticias. Tres pequeñas escenas de un día cualquiera en la ciudad más peligrosa del mundo.

Leonardo Padrón

Por CaraotaDigital – mar 31, 2016

Lo más reciente