Leonardo
Padrón

Zapping y tequeños

Federico tenía cuatro meses buscando trabajo. Está especializado en gerencia comunitaria. Un amigo le dio el dato: en Pdvsa están buscando gente. Le permitió dar sus señas. A la semana lo llamaron. Se contentó. Mal que bien, es una de las compañías petroleras más grandes del mundo. Desayunó apenas un café con leche muy cerca de La Campiña. Llegó puntual y ansioso. Lo hicieron pasar a una sala. Sala situacional, así la llamaron. Era un espacio amplio, lleno de cubículos con computadoras. Trabajaría de 10 a 4. Esto es por turnos. Esta oficina nunca duerme. Aja, pero ¿qué debo hacer? Es simple. Vas a escribir en Twitter, crear cuentas falsas, posicionar ciertos hashtags, tuitear lo que te digamos de acuerdo a nuestras necesidades. Hay que imponer ciertas líneas. Trabajamos con el momento. Federico estaba desencajado, no sabía si reírse o insultarlos. Y vino la frase llena de almíbar: “Son 12 mil bolívares mensuales”. Se quedó mudo. Perplejo. Pensó en Sofía, su hija de 8 años, en los problemas que tuvo la última vez para completar la lista de útiles escolares. En el viaje a la playa que le prometió a su mujer. En el precio de un whisky. Pensó en lo que diría su padre. Y aplacó la angustia con su frase favorita: “los hijos nacen perdonados”. Se santiguó mentalmente y tomó el trabajo. En eso anda ahora. Insultando a la oposición de lunes a viernes. Gritando en 140 caracteres loas al gobierno revolucionario. Le pagan en efectivo. Semanalmente. Junto con los beneficios laborales del caso. No quedan rastros. No hay facturas, ni recibos. Hay martes que sólo se dedica a crear cuentas falsas: “Joselyn Márquez. Pedagoga. Madre amantísima y chavista hasta la médula”. Primer Tweet: “Capriles eres una lacra. Muera el fascismo!”. Federico no suele contar donde trabaja. Evita el tema. Le da vergüenza con sus amigos. Es un férreo opositor, siempre lo ha sido y lo será. Pero aquí todos merecemos ganarnos la vida. Un tequeñito a la orilla de un whisky, con los pies en la arena, no tiene precio.

Victor Cuica habla con la cadencia de cinco malandros a la vez. Parece un fotograma del antiguo cine nacional. Pero también suena a Stan Getz y a John Coltrane. Depende del ánimo y las solicitudes. Durante 32 años puntuales ha trabajado en Juan Sebastián Bar, desgranando los acentos de su saxo. Es un ícono del país noctámbulo. La Plaza Venezuela ha cambiado su facha decenas de veces, Victor Cuica no. Es un sobreviviente por definición. Me lo topo en la boda a la que asisto y coincidimos en la misma bandeja de tequeños. Ha estado poniendo la banda sonora de los tragos y conversaciones. “Hay que seguir resistiendo. Esta gente no se va a salir con la suya”. Y que lo diga alguien que ha sobrevivido a todas las bohemias y repúblicas. Brindamos por eso.

Llega el tequeño más jugoso a las mesas de la boda: Mario Silva. El, que tanto habló, insultó, difamó, intimidó, es ahora el tema de un país entero. Más en una mesa llena de periodistas, escritores y ejecutivos de la radio. Las hipótesis sobre quién entregó el audio de sus confesiones son jugosas y variopintas. El otro tema es Globovisión. Se habla de sus exequias.

La noche anterior fui invitado a Buenas Noches, el programa nocturno de Globovision. Kico Bautista, el conductor principal, me recibió con una frase con textura de lápida: “Bienvenido al último programa de Buenas Noches”. Era, apenas, una presunción. La productora me había saludado con un dardo igual de luctuoso: “Creo que estoy botada!” Justo en ese momento transmitían una alocución multitudinaria de Capriles en Barquisimeto. Inusualmente, ninguno de los espacios precedentes había replicado el evento. Al filo de los comerciales todos revisaban sus celulares, con aprehensión. Había una atmósfera de cuenta regresiva. Los conductores del programa tapaban sus micrófonos para comentar la trastienda de esta lenta muerte. Se sentía que una mano gigantesca estaba cubriendo con tirro la cara entera de periodistas y productores. El silencio tocaba la puerta. Se oían caer las  paladas sobre la tumba de un canal de televisión que quiso ser el contrapeso del abuso de poder. Globovisión seguirá al aire, sí, pero con el alma saqueada.

Justo se cumplieron en estos días seis años del cierre de RCTV. Yo estuve el día en que asesinaron un televisor. Así lo escribí para el libro que forjó Nelson Bustamante sobre los pasillos ya vacíos del canal estelar. Hoy ocurre algo similar. La vida anda turbia. Victor Cuica ejecuta un standard de Sony Rollins. Se acabaron los tequeños.

Estoy en un restaurant. Generalmente, las mujeres conversan en el baño mientras corrigen su maquillaje. Los hombres lo hacen cuando orinan. Así sucede en los lugares públicos. Me pregunta alguien, mientras verticalmente desahogamos nuestras aguas: «¿Entonces, Padrón, cuánto tiempo le das a este gobierno?». Es la pregunta de moda. Sonrío y me hundo en el sonido menguante de la micción. “Yo le doy meses. Y pocos!” Me afirma, enfático, el compañero de faena. Intercambiamos rápidas visiones del país. Solo rogué que no procurara un apretón de manos al final del diálogo. Pulcritud ante todo, así seamos de la misma orilla ideológica.

Supongamos que el país es un televisor. Supongamos que tienes el control remoto en la mano. Que comienzas a jugar. Haces zapping y no está La Hojilla. Haces zapping, a la misma hora, y no está Buenas Noches. Zapping y se cumplen 6 años del cierre de RCTV. Zapping y ya Capriles no aparece en ningún lado. Zapping y ¿qué se hizo la democracia?

Son las 2 y 10 de la tarde. El sol parece un látigo amarillo. En lo que dura el parpadeo de un semáforo, la Avenida Fuerzas Armadas hace su alarde: una muchacha teclea un mensaje en su celular, las uñas azules, el forro del teléfono fucsia, la pulsera verde esmeralda. Todo un arco iris de mal gusto en el plano cerrado de su rostro. Un indigente toca una armónica de juguete, recostado al cemento. Treinta motos acampan en la orilla del asfalto. Una mujer cruza la calle con un loro sobre su cabeza y una guitarra colgada a su espalda. Estudiantes y sus morrales. Gente apurada. Gente distraída. Un kiosco de periódicos está repleto de titulares donde suena una alarma: se acabó el papel toilet en Venezuela. Qué cagada!, parecen decir todos los peatones al unísono mientras avanzan con la luz verde del semáforo.

La vida es un tequeño: no siempre sabe igual y dura muy poco. En la presentación de mi libro Kilómetro Cero sucedió una escena recurrente en saraos literarios. El arribo del coleado. Generalmente el personaje aparece temprano, saco gastado, codos roídos, cabello cerdoso. Una entrelínea que oscila entre el poetastro y la indigencia. Suele deambular acechando no al autor del libro sino a alguien más decisivo: el mesonero. Lo marca a pulso.  Lo embosca entre las mesas de libros y los invitados. El objetivo es saquear su irresistible mercancía: la bandeja de tequeños. Esta vez no era uno solo. Era un pequeño club.  La corte de los milagros, así los llamó un  amigo. Se habían posesionado de la esquina más estratégica. El paso obligado de los mesoneros con los pasapalos. Transcurridas 3 horas del evento ni un miserable tequeño había llegado a mis manos. ¿La razón? La tribu de los coleados. Impertinentes y hambrientos. Según relataba Gonzalo Himiob, la misma tribu había estado esa mañana en un acto en el Palacio de la Academia. Desayunaron vorazmente mientras oían con displicencia alguna disertación lingüística. Al rato, alguno me increpó con leve tono pendenciero: “¿Y no me vas a regalar un libro?”. Otro le reclamó a Barrera Tyszka que no citara de memoria sus palabras de presentación. Sacos roídos, codos gastados. Expertos en tragos gratis y pesca de arrastre con los tequeños. Por cierto, ¿qué tal una pequeña razzia en el baño? Tequeños y papel toilet, un botín de lujo.

Una amiga me cuenta que asistió a una reunión del gobierno con un grupo de empresarios. Un alto personero les repite el estribillo mas desquiciado del momento: Venezuela se convertirá en una potencia mundial! Es risible querer ser potencia del planeta si ni siquiera tienes papel higiénico ni hostias para las iglesias. El petróleo es el excremento del diablo. Y nosotros sin papel para limpiarnos tanto petróleo. El diablo nunca ha sido muy higiénico. Zapping: somos un chiste continental. Zapping: una tristeza nacional. Zapping: ¿te acuerdas de cuando existía Radio Rochela? Zapping: ya no transmiten el punzante “Aunque usted no lo crea” de Globovisión.

¿Apagamos el televisor? Es el momento estelar de las redes sociales. Hoy la democracia tiene apenas 140 caracteres y todo un país gritando su nombre.

Leonardo Padrón

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