La ciudad de la furia
La pareja acaba de almorzar. Cheo recorre los canales de televisión con pereza. Alicia deambula por el cuarto en franela y ropa interior mientras busca un short. Una estampa sensual que él agradece. Es allí donde estaciona sus ojos. En las piernas de su esposa. De pronto, ella interrumpe un gesto: “¿No oíste como unas llaves?”. Cheo desestima pero, maquinal, se asoma al pasillo. Sorpresa. Del cuarto de huéspedes emerge un desconocido. Desde la sala se aproximan otros dos hombres y una mujer. No son rostros, son pistolas. El mediodía del sábado acaba de perder su coherencia.
Diez minutos después, Alicia y Cheo están atados y acostados boca abajo en el suelo. Un hombre lo golpea. Una, dos, tres veces. Su espalda cruje. Le pregunta por la caja fuerte. Sería presuntuoso tenerla. No habría mucho que guardar allí. Cheo gana lo que promedia cualquier miembro de la clase media venezolana. Los delincuentes echan la casa abajo, rompen gavetas, arrojan al piso estantes, papeles, adornos. Como si odiaran.