Esta no es mi casa
Cuesta entender la idea de la ruina de un país por diseño. Porque así dicen algunos. Que tanto desastre es una estrategia. Que la calamidad es el plan maestro. Que la bancarrota colectiva los hace más poderosos a ellos. Y pensar que se supone que toda revolución entraña una utopía. Pero ya sabemos lo peligrosas que pueden ser las utopías. La manera que tienen de torcerse en el camino. La mal llamada revolución bolivariana ondeó la bandera de los oprimidos, la agitó sin descanso y la convirtió en el señuelo perfecto. El pueblo siempre es carnada para embaucar al mismo pueblo. Y resulta que ya no cabe más gente en la desesperación. Esa es la única certeza que hay en el suelo nacional. Porque ni siquiera hay cielo. Hay suelo. Polvo. Escombro.
Nicolás Maduro se encargó de firmar el acta de defunción de la alegría del venezolano. Sin un resquicio de piedad. Día a día. En un crescendo mortal que ha llevado a toneladas de venezolanos al hambre, al agobio, a la tristeza, a la cárcel, al exilio. La redención de los excluidos fue un espejismo que el chavismo estiró hasta el paroxismo.