Sangre

Ni siquiera con el rostro salpicado de sangre por las esquirlas de una granada la gente le creía. Ni siquiera a minutos de ser asesinado grabando un mensaje de despedida para sus hijos. Se hacían chistes sobre su pelo decolorado. Se ironizaba sobre la satisfactoria señal de internet que tenía para colgar sus mensajes en las redes. Se hablaba de show, de circo, de trapo rojo y pote de humo. Ni siquiera muerto se le creía muerto. Se necesitaba ver el cadáver. Incluso ya con la siniestra estampa de su cuerpo derrumbado sobre su propia muerte y la de sus compañeros de faena, también se especulaba, se tejían hipótesis rocambolescas. Porque todo parecía rocambolesco. Pero ya, con su cadáver en la morgue, finalmente todos le creen a Oscar Pérez.

No se puede juzgar al que no sintió verosimilitud en sus acciones ni aplaudir al que siempre tuvo la certeza de su autenticidad. La dictadura de Nicolás Maduro nos ha educado para no creer en nosotros mismos. Los prejuicios, dudas y recelos están a la orden del día. Por supuesto, nadie cree en la revolución ni en el paraíso terrenal del que alardea en sus cadenas. Pero ya tampoco se cree en los líderes de la oposición y menos en sus partidos políticos.