Calima

El cielo se cerró sobre Caracas. Nos trancó bajo llave. Un cielo de humo y ceniza que fue descendiendo hacia el asfalto de nuestros pasos. La montaña, siempre invicta, se deshizo en la niebla. El Ávila se convirtió en nostalgia aún estando presente. La ciudad entera parecía dopada. Los que no alcanzaron a salir del valle, a propósito del feriado decretado por el gobierno para toda la Semana Santa, se quedaron sumergidos bajo la viscosidad de la calima. El fenómeno se replicó a lo largo de casi todo el país. El mapa se convirtió en claustrofobia. Un manto duro, solo eso mostraban las ventanas. Marzo y abril convertidos en neblina.

Parece un estado de ánimo.

Blanco. Un blanco ambarino. Un blanco que oculta todo. Que va desdibujando los contornos, anulando los relieves, pintando la ciudad con el color de la nada. Cuando desciende la noche, con sus ojos plomizos, el silencio toma las calles. Es un silencio opresivo, de nudos fuertes. Como si ya todo fuera escombro. Un día después del apocalipsis.

Parece una opinión general.

Mientras tanto, la violencia sigue escribiendo su gramática salvaje: 20 hombres con armas largas asaltan y saquean un Mercal en Guarenas/ 369 cadáveres ingresan a la morgue en el mes de marzo/ Asalto masivo a pacientes, doctores y enfermeras en una clínica privada/ Reportan enfrentamientos en el Cementerio, en la Cota 905, en el Valle, en la frontera, en el metro, en las colas, en la Asamblea Nacional. También en las santas procesiones.
Enfrentamiento, palabra que nos define.
Calima. Más y más calima. Nos rodea su turbio esplendor. Polvo en suspensión. Huele a vinagre. A carne ahumada. Un sabor ácido inunda el cielo de las bocas.

Dios no para de toser.

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En las catacumbas se reinventa la vida.

A pesar de la sequía, la falta de agua, el racionamiento eléctrico y el imperio de la inseguridad, el arte insiste. El sábado en la noche tuve la oportunidad de ir a una jornada de Microteatro. Veintiséis obras teatrales de quince minutos de duración cada una inundan los espacios de Urban Couplé. En esa jornada alcancé a ver seis piezas. Para mi sorpresa en casi todas las obras el país asomó su nariz. La mirada cruda, la reflexión, el humor crítico, la parodia corrosiva, todo eso y más abundó en los recintos del CCCT. Parecía querer imponerse la frase de Vittorio Gassman: “El teatro no se hace para contar las cosas, sino para cambiarlas”.

Una de las piezas teatrales, “Joder”, de Gustavo Ott, propone –entre otros perturbadores temas- un punto de inflexión sobre este eterno análisis en el que se ha convertido el país. El gobierno como la figura del hombre maltratador, el hombre que abusa y expolia las virtudes de su víctima. El macho elemental que hiere y lacera. Eso somos hoy los venezolanos: gente maltratada, violentada en nuestro derecho a vivir con cierta dignidad.

Un país abusado.

Ese sábado, artistas de distintas generaciones se dieron cita en el lugar. Una vez más el teatro lograba entonar una fiesta del espíritu en mitad de una ciudad abatida. Acodado a una barra estaba un actor, popular en los años 80 gracias a un afortunado personaje de una telenovela. Hoy en día, su militancia a favor del chavismo le ha otorgado una prosperidad que casi ningún artista posee. Muchos hicieron el mismo comentario: la va a pasar mal, en cada sala que entre va a encontrar el dardo del cuestionamiento a su país de camaradas enriquecidos. De hecho, su cara, que me la tropecé dos o tres veces, no era precisamente una celebración. No hubo mejor respeto que la indiferencia.

Síntomas de la gran metrópolis que hoy somos: al terminar las funciones todo el mundo parte hacia su casa. Con la prisa como brújula. Nadie propone o inventa un desvío. Ir a otro sitio sería abusar de la suerte. No hay que tentar más de una vez a la pistola de la ruleta rusa. El propio centro comercial parecía echarnos a patadas, apuraba su oscuridad, urgía al desalojo. Antes, cuando no teníamos tanta patria, era habitual la cena en un restaurant, la tertulia con los amigos, el alboroto de la noche. Ya no hay presupuesto para los ritos. No hay ánimo. Todos corrimos como cucarachas espantadas por la luz. Más bien, por la oscuridad.

Para entrar y salir del CCCT la escena fue la misma. Estacionados en la terraza abierta, tuvimos que atravesar la ceniza blanca de la calima, tosiendo, con los ojos en ardor, pañuelos en la nariz. Era una escena espectral. De gente enferma y apurada.

Manejo a vértigo por la avenida Río de Janeiro. Atravieso la nube nocturna con el alma en vilo. Mi mujer, harta, exclama: “Es como si estuviéramos siempre huyendo de algo. Es triste, es humillante”. Apenas pude asentir. El silencio hizo su gesto habitual y nos tragó.

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Amanece de nuevo. Pero no parece. César Miguel Rondón lo comenta en su programa de radio: “Ya ni siquiera el cielo de Caracas existe”. La sensación de claustrofobia se eterniza. La calima tiene varios días siendo tendencia en las redes sociales. Todo el mundo habla de ella. De la metáfora que entraña. De cómo nos resume. El sistema montañoso del país arde y el aire expande sus residuos.

Abro el periódico y leo la declaración de la Ministra para la Mujer e Igualdad de Género, Gladys Requena: “A pesar de las dificultades este pueblo está disfrutando plenamente de una vida feliz en un país que garantiza la felicidad”. No sé si reírme o explotar. Ya uno no sabe mucho. Solo que el poder está lleno de cínicos y lisonjeros profesionales. Cuando una ministra es capaz de declarar tamaño bufido solo busca complacer al jefe de su quincena. En esta Semana Santa del año 2016 la verdadera liturgia fue el miedo. Los que nos quedamos lo hicimos respirando muy quedamente, andando a tientas sobre los desechos de esto que insisten en llamar patria.

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Cuando uno indaga sobre el origen de la Calima, (o Calina, elija a su gusto) descubre varias razones. Incendios forestales, sequía. Una de ellas suelen ser las tormentas de arena, generalmente presentes en los países del Mediterráneo. No es el caso. ¿O sí?
Tormenta de país.
El otro origen es la contaminación. Y también aplica, pues nadie niega que estamos intoxicados, chamuscados en la molienda de nuestro intento de vida.
Opresión. Bruma en los vocablos. Agobio en los rincones. El apogeo de la crisis. Si no hemos tocado fondo, igual se le parece. Deambulamos en una tormenta de arena.
El poeta Tomas Tranströmer dice: “Lentamente comienza a rodar el carro de las nubes”. Solo nos queda ambicionar la luz de ese verso.

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En esta neblina se impone creer en algo. Para combatir el limbo. La sensación de causa perdida. Se impone creer en los ciclos históricos. Creer en los asideros, por más frágiles que sean. Creer en la extenuada tierra que nos hospeda. Creer en la sensatez como ciudad final. Creer en la belleza, a pesar de los sótanos. Creer en la lumbre de lo amoroso. Creer en los amigos, lejanos y presentes. Creer en el refractario fuego del sexo. Creer en la poesía y sus animales de oro, como los llamaba Juan Sánchez Peláez. Creer en el teatro y la verdad que ocurre sobre su madera. Creer en la lucidez como capítulo decisivo. Creer, sobre todo, en que las pesadillas terminan solo cuando despertamos.
Despertar. Salir de la calima. Eso queda. Con el extravagante ánimo de quien funda el mundo de nuevo.
Y que el amanecer deje de ser un forastero en nuestras vidas.

Leonardo Padrón