Susy sale sola. En realidad, no sé quién es Susy y no me importa su vida afectiva. Pero esa es la frase que la foniatra me pide que repita varias veces mientras ausculta mi garganta con un telelaringoscopio. Insistir en que Susy sale sola es una manera de verificar si el velo del paladar se contrae y eleva suficientemente contra la pared faríngea. Trato de pensar en la soledad de Susy mientras la otorrino (trabaja en equipo con la foniatra) introduce en mis fosas nasales un intimidante aparato llamado nasofaringolariscopio. (Esa palabra, nombrarla, también debería servir para probar algo en la vida). Me siento invadido. Pero esta vez es imprescindible. Perdí la voz. Y me la están buscando.
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La noche anterior, en una presentación en Valencia, me quedé afónico en la segunda frase que pronuncié ante un auditorio lleno de gente. Tuve que urgir a la actriz Tania Sarabia para que anticipara su entrada al escenario. Regresé a la tarima veinte minutos después y fue inútil. La voz se me deshilachaba a medida que atravesaba las cuerdas vocales. El público, en estos casos, suele ser generoso y te regala un aplauso que sirve como ungüento para aliviar la frustración. Pero igual no tuve más opción que replegarme el resto de la noche en un silencio ominoso. Hay una sensación de espanto cuando quieres expresarte y no puedes. Cuando cada intento de sílaba se estrella contra el silencio. Tus opiniones y pensamientos se convierten en un muro blanco.
El silencio es blanco. ¿O negro?
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Casualmente, ese mismo día, dos periodistas de El Carabobeño que habían ido a entrevistarnos al hotel, cargaban en una cartulina la angustia de su inminente afonía. Allí habían escrito #YoSoyCarabobeño y nos inquirieron por una foto al lado de esa proclama. Los periodistas estaban en campaña. El periódico había entrado de nuevo en el quirófano de las emergencias. Una vez más sin papel. Las bobinas agonizando. Lo que queda alcanza sólo para un mes de vida. Trescientos trabajadores están en riesgo de perder su trabajo.
El Carabobeño, uno de los periódicos más importantes de la región central, tiene un defecto: es independiente. Desde hace más de ochenta años está acostumbrado a manejar su propia línea editorial. Nació en dictadura y desde entonces cuestiona al gobierno de turno cuando siente que debe hacerlo. Sus periodistas procuran hacer su trabajo normalmente. Pero, en este país, querer ser normales es un riesgo extremo, un pecado mortal. Tener voz propia es un delito. El régimen así lo ha decidido. A los medios de comunicación independientes les tuerce el cuello, les niega divisas, les obstruye el acceso al papel, les quita publicidad, los multa, los amenaza. Los más dúctiles y temerosos se aprestan a la autocensura. Abren sus piernas y cierran los ojos. Otros, prefieren vender hasta los enchufes y mutan en otro negocio. La afonía, quién lo duda, se expande como vértigo a lo largo y ancho del país.
Lugar sin voz.
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Dos días después, el 11 de mayo, El Impulso – un periódico centenario, emblema del estado Lara- publica un editorial donde anuncia que reducirá su edición a un solo cuerpo de ocho exiguas páginas. El editorial advierte que “mientras la prensa independiente vive con un pie en el abismo, los medios oficialistas circulan sin apremios ni recortes”.
Semanas atrás, en un acto de arrojo, el Diario Tal Cual, resucitó con un semanario que promete ser imprescindible y con un editorial histórico contra su verdugo, el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello. El hombre del mazo, a su vez, logra que se le prohíba la salida del país a 22 directivos de los tres medios de comunicación nacionales ( El Nacional, La Patilla, Tal Cual) que osaron replicar una noticia aparecida en un diario español.
No se muevan. Están en la mira.
Mientras tanto, pranes, luceros, sicarios, malandros y otras variantes circulan por nuestras calles, con sus caballos de hierro y sus armas en ristre, matando gente como en una mala película de vaqueros con exceso de sangre.
De hecho, si de verdad Susy sale sola, Susy está loca de bolas.
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Jengibre no sirve del todo. Ni clara de huevo. Miel no es suficiente. El ron es solo un mito. Además irrita. Evite el desfile de remedios caseros. Cuide su voz.
En estos tiempos, es un acto de dignidad preservarla.
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En apenas dos días viajo de Caracas a Valencia y luego a Maracaibo. Un intensivo de país que te restriega el catálogo de sus precariedades.
La Autopista Regional del Centro sigue incrementando su reputación de guillotina. Choques y lesionados es parte del menú diario. Te detienes en algún tarantín del camino. La dueña, cocinándose bajo un calor bochornoso, sin aire acondicionado y sin agua para vender, relata los tres atracos sufridos en el mes. Ya el establecimiento es otro, mucho más precario, gracias a los sucesivos desfalcos. Está al borde de la carretera, pero rodeada de vecinos. Todos saben quién la ha robado. Todos callan. El miedo los vuelve afónicos.
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Regreso a Caracas. Antes de viajar a Maracaibo, busco mi voz en el consultorio de una especialista en San Bernardino. Entre otras prudencias, me receta un antialérgico para mi ya diagnosticada laringitis viral. En dos horas debo estar en el aeropuerto. Comienza la búsqueda frenética: corro a la farmacia Cajigal, nada; señor, dos cuadras más allá hay un Farmatodo; cola y escasez me sacan del sitio; vaya a Parque Caracas, ahí hay un Locatel; fracaso, vuelta a otro Farmatodo; de nuevo el gentío, la cola serpenteante, la mezcla de hartazgo y humillación en los rostros; la vendedora que te dice no hay y agrega: “sí, todo es muy triste”. Sin voz no puedo ni protestar. Me resigno a viajar sin el remedio. Esa es otra forma de represión, pienso. Está censurada la salud de los venezolanos.
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Ya en el aeropuerto, voy a la sala de embarque. Hay dos colas. Una, la oficial. Otra, la de los que se paran, así como al descuido, cerca de la puerta de acceso al túnel que te lleva al avión. Esos, una vez activado el embarque, se van infiltrando, graneaditos, de dos en uno, de tres en cuatro. Somos tan avispados. Tan pícaros. Tan que creemos que nos la estamos comiendo. Mientras mi cola se tarda más de lo debido veo una imagen extraña: el avión estacionado y una robusta mujer que asoma por la ventana del piloto. Parece a punto de caer. No lo hace porque está atascada en un conflicto entre su abdomen y el estrecho agujero. Mientras, limpia con un cepillo las otras ventanas del avión. Les echa agua con una botella grande de Minalba. El agua que no hay en el restaurant del aeropuerto. Ruego por la pulcritud del resultado. Que el piloto pueda luego avistar zamuros, tormentas y balizaje. Alguien graba la escena con su celular. Otros ríen. Todo suena tan precario. Tan bananero.
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Aterrizo en Maracaibo. El aeropuerto es una estufa gigante. Pareciera faltar muy poco para el hervor de todo lo circundante. Un policía me confiesa: “Tenemos ya 9 meses sin aire acondicionado. Una desgracia”. El mal humor se hace expansivo. La gente apenas se mueve para no terminar de deshidratarse. Una modorra mortal cubre los pasillos sin ventilación. Un maracucho hace un chiste a propósito de la instrucción del ministro de Energía Eléctrica de ahorrar energía. Allí alguien tomó la medida 36 semanas atrás.
Ya en la ciudad, toda esa gente que no tiene voz pública comparte con ansiedad los avatares de este extraño país. Hablan, por ejemplo, del acuciante problema del contrabando de gasolina. Allí parece haber consenso. No hay quien no exprese que los verdaderos gerentes del bachaqueo de gasolina son los propios militares. Confirman que el negocio es multimillonario y hay muchas conciencias compradas en el camino. Mientras escucho el relato llego a una Maracaibo atiborrada de vallas con el rostro del gobernador Arias Cárdenas. La réplica exasperante de su imagen. Otra de las turbias herencias del “Venezolano-Mas-Importante-De-Los-Últimos-Cien-Años”. El culto al ego.
Sin palabras.
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A la periodista deportiva Geisha Torres la despidieron de su trabajo en el canal oficial TVES por una foto tomada con Henrique Capriles muchos años atrás. La persecución política viene con retroactivo. Tu pasado importa y no se perdona. La dejaron sin voz a los tres días de haber comenzado su trabajo. La periodista muestra otra foto de la misma época, esta vez con el presidente del canal, otrora animador de exótico vestuario, para demostrar la versatilidad ideológica de sus fotos. No funciona. Estás despedida. Sin micrófono.
La voz apagada.
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Hoy aún me duele hablar. Las vocales me arañan la garganta. He sido conminado a no hacerlo durante largas horas. Juego a imaginar si la orden se hiciera extensiva a una semana, dos meses, tres años, la vida. Me da por pensar en RCTV, en tantas emisoras de radio extinguidas, en tantos periódicos y portales web borrados, en el sinfín de periodistas expulsados, en los que han tenido que emigrar o cambiar de ramo. Pienso en la afonía masiva que pretenden. En las consecuencias que trae en este país cada frase crítica que se descuelga de nuestros labios. En los líderes políticos que ya no tienen vitrina donde expresar sus propuestas. En la cárcel, que es otra forma de afonía. En los que ya están tan lejos que no se les oye la voz. En la gigantesca mordaza que nos va cubriendo.
El país mudo. Eso necesitan. Que no se escuche la queja, el reclamo, el hastío. Que sólo suene la voz oficial a través de una cadena que a su vez estrangula a las demás gargantas.
También pienso en esa voz tajante y multitudinaria que es el voto. La mejor opción contra la afonía. Mejor que el jengibre y la miel. Mejor que ese muro blanco, ¿o negro?, que es el silencio. El único antibiótico posible contra la epidemia de la sumisión.
Leonardo Padrón