Treinta segundos dura el video. Bastaron cuatro hombres y una escalera para demostrar que el comandante eterno no lo era tanto. Que era más un adjetivo, una hipérbole, un exceso del idioma. No se necesitó de más gente. En el video se ve a uno de esos hombres sosteniendo un pequeño andamio sobre el que se apoya la escalera. Otro está más arriba, la mano izquierda asegurando la estabilidad de la misma, el brazo derecho abrazado al abdomen de la columna, para evitar un traspiés. Abajo, un tercero alumbrando el punto de enganche del cordel. Y en lo más alto, el que le tocó el instante protagónico de la faena. Lo vemos cómo saca de su bolsillo trasero un alicate, se afana con el cordel, intenta quebrarlo dos, tres, varias veces, le da un tirón violento, y luego otro, y otro. Hasta que cede. Entonces la gigantografía de Hugo Chávez que cubre un costado de la Asamblea Nacional se descuelga de lado. Se repliega sobre sí misma. La imagen del flux negro se arrebuja sobre la banda presidencial que cruza su pecho. El traje de gala deja de ser traje. El rostro cae a un costado y desaparece. Listo. El símbolo es ahora solo un pendón caído. Algo que hay que terminar de recoger. Un lastre.
No se ve más. El video colgado en las redes finaliza. Uno solo imagina el resto. Lo que queda: un ego desorbitado a ras de suelo. “¿Dónde ponemos esto?”, se dirían los cuatro hombres, apurados, impelidos por un nuevo patrón, pues se acerca la ceremonia grande del día. No se ve más. No se ve, por ejemplo, lo que discurre en la mente de esos cuatro empleados de la Asamblea Nacional. El del alicate, el actor principal, ¿acaso sospechó esa mañana cuál sería su labor ese 5 de enero? Supondría un día agitado, cómo no, una jornada de órdenes y contraórdenes, un almuerzo tardío, lamentaría no haber pedido otra empanada en el tarantín de siempre o desestimar la segunda arepa que su mujer le ofreció por puro empeño de consentirlo. Supondría incluso una cierta dosis de caos en su sitio de trabajo, un nuevo choque entre partidarios de uno y otro bando ideológico, quizás hasta imaginaría el ardor en sus ojos por las consabidas bombas lacrimógenas que a veces aliñan su jornada. Pero no eso. Bajar de su pedestal al galáctico. Descolgar el mito. Protagonizar el gesto más rotundo del cambio que ha comenzado en su país.
No se ve si ese hombre cumplió su faena con tristeza o entusiasmo. No se sabe más. Se supone, sí, que su mujer debe desgastar sus días en las colas del azúcar o del pollo, más eternas que el propio comandante. Se imagina uno que su miedo al volver a casa al final del día es el mismo del resto de los venezolanos. Miedo a ser asesinado porque la muerte sigue de fiesta. Miedo a perder su teléfono, su sueldo, su derecho a estar vivo. También supone uno que le acalambra el ánimo tanto desbarajuste cotidiano, tanto no tener chance de ver un más allá para sus hijos. Tanto saber que su dinero, el breve dinero de su sueldo, cada día se parece más a un insulto. Pero ese día la rutina dejó de ser rutina. La imagen del presidente Chávez, con la que se tropezaba al ir a su trabajo, todos los martes, todos los meses, todos los años, ya no está. Él mismo la quitó. Él con sus tres compañeros de faena. Los cuatros hombres saben que algo ha cambiado en su sitio de trabajo. Y en sus vidas. Algo que pareciera contener el saludable olor del futuro.
Leonardo Padrón
CaraotaDigital – ene 8, 2016