Invoco un fragmento del diálogo que trazó el italiano Alberto Moravia al comienzo de su libro “Una idea de la India: la crónica de una fascinación”:
“De modo que has estado en la India. ¿Te has divertido?
– No.
– ¿Te has aburrido?
– Tampoco.
– Pues, ¿qué es lo que te ha pasado en la India?
– He hecho una experiencia.
– ¿Qué experiencia?
– La experiencia de la India”.
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4 am. Aterrizaje en Nueva Delhi. La primera estrategia del hotel anfitrión es que te sientas como un Maharajá. “Namaste”, pronuncian con una reverencia y las manos en forma de plegaria. El gesto que tantas veces recibiremos mi mujer y yo. Nos colocan una guirnalda de flores y nos dan un toallín impoluto y húmedo para las manos. La madrugada descorre sus cortinas. En la ruta, una estatua monumental te sorprende: es el dios Shiva, traspasando la noche como una lanza. La India, pronto lo confirmaría, es una intoxicación de dioses y seres humanos. En la sociedad más religiosa del planeta caben 33 millones de dioses. Hay un templo cada 100 metros, aseguran. La realidad no tiene interés en desdecir tales cifras.
Bienvenidos a la desmesura.
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En la calle discurre el vaho de 1.300 millones de personas. Una sexta parte de la población mundial. Estamos hablando de un subcontinente donde conviven 30 idiomas y 2 mil dialectos. En esa torre de Babel triunfan el hindi y el inglés. Allí, el tráfico es un disparate salvaje. Es frecuente ver a 4 o 5 personas sobre una moto. Los indios usan la moto como un carro, el carro como un autobús y el autobús como un tren. Una tarde vi bajarse a diez personas de un carro minúsculo. Son demasiados y se amañan para caber donde sea. Los volantes de los vehículos se quedaron del lado inglés de la historia. Los tuk-tuk (motos de tres ruedas con techo y asiento para dos pasajeros) son el paisaje principal. En cada cuadra hay cientos, parecen miles, seguro son millones. En la India la corneta es tan indispensable como la religión. La tocan frenéticamente, sin motivo, con la misma frecuencia con la que respiran. El lema es unánime: “en este país se puede conducir sin frenos, pero no sin corneta”. La convocatoria al delirio está escrita en las espaldas de los camiones: “Horn please”.
Toca corneta, estás en la India.
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Domingo. Primera salida: Askhardham, el más joven de los templos de la India. Cien acres de asombro y opulencia. Un parque temático de la fe donde una muchedumbre pugnaba por entrar. Fue nuestro primer contacto con los crudos olores de la India. Los templos son el gran espectáculo del país. Todas las religiones coexisten: hinduistas, budistas, jaimistas, sikhistas, musulmanes y un incalculable etcétera. La India son todos los dioses.
Los controles de seguridad en los templos son habituales desde que la sombra del terrorismo cubre al mundo. Imposible olvidar al vecino más cercano: Pakistán.
Cada templo es un alarde visual, un entramado de leyendas ofuscadas en su propia imaginación. Cada arabesco, cada celosía, cada minarete, tiene una contraparte en la pasmosa miseria de sus calles. Ese otro templo, el más grande y oscuro del país.
Es el momento de incursionar en el corazón de la capital.
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En la Vieja Delhi hay una experiencia que puede ser más vertiginosa que cualquier montaña rusa del mundo: atravesar sus callejuelas en un rickshaw. El chofer pedalea mientras una ráfaga de imágenes te bombardea. Las fritangas, charcos y olores se confunden con tiendas de joyas, especias, telas, frutas y perfumes fulminantes. A cada metro ves saris fastuosos, collares, libros, comida, cables de electricidad en remolino, vendedores de plumas de pavo real, mendigos, jugo de caña, un salón de clases dentro de una bicicleta. El bazar del mundo ante tus ojos.
La India es un país de monumentos descomunales y carros enanos, pistas de Fórmula 1 y estadios de cricket. El país de los zafiros, del mármol esplendente y alfombras de embeleso, pero también el de los lagos verdes, las calles sin aceras y vacas abúlicas. El mismo de las dos mil películas al año y las veinte centrales nucleares activas.
El aire es sagrado y putrefacto. De las veinte ciudades más contaminadas del mundo, diez son de la India. A su vez, es el segundo país del mundo con más monumentos declarados patrimonios culturales de la humanidad, según la Unesco. Veintiocho maravillas dentro de miles de reliquias arquitectónicas. Y la reina mayor: el Taj Mahal.
La desmesura te asalta los cinco sentidos. Sin pausa.
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En mayo aún no han llegado los monzones y el color de la sequía lo cubre todo. Tienta decir que la India es marrón, pero nunca había visto tantos colores juntos. La razón está en las mujeres. Ellas son los colores de la India. Las responsables de llevar el turquesa, el ámbar, el azafrán, el azul profundo o el rojo a todos los rincones. Cada traje es una fiesta cromática. La profusión de saris es inenarrable. Las mujeres se convierten en un paisaje ambulante. Incluso las más humildes, las intocables, cargan ese alborozo de colores sobre sus cuerpos. En la carretera más agreste o en el callejón más derruido, siempre hay un punto de color.
Es la mujer de la India. Recóndita y hermosa, como la magia.
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La India es el reino de los contrastes. El que la ha conocido lo sabe. Es un país que oscila entre la maravilla y lo terrible. En una de las civilizaciones más antiguas de la historia, la pobreza cruje como una avalancha. Nunca logré descubrir si el alto nivel de espiritualidad compensa las enormes carencias materiales. Un sistema atávico de castas domina el orden social, sobre todo en el hombre menesteroso de la India. Hay toneladas de basura en las calles. Como si nadie asumiera que la basura es basura. Conviven a su lado, como lo hacen con la fauna más libre del mundo. A cada tanto verás vacas marchitas, camellos en los semáforos, monos en las aceras, elefantes en su parsimonia, búfalos de agua, chivos realengos, cerdos saqueando la inmundicia. Todo viajero lo pregunta: ¿por qué en un país con más de 200 millones de hambrientos asume como sagrado a un animal francamente comestible? Y te dicen: una vaca en su vida puede llegar a nutrir a 40 mil personas. Si la matas, su carne solo podrá alimentar a 40. Así te dicen.
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Asombra que Agra, la ciudad que acuna al Taj Mahal, parezca un escombro de tres millones de personas. Pero ese es el preámbulo a la tumba más famosa del planeta.
El Taj Mahal hay que visitarlo dos veces. En el nacimiento y muerte del día. Pero la experiencia ocurre a las 6 de la mañana. No está la marea de turistas habituales. Solo el gran monumento y el amanecer. El sol dibuja, a pulso, el Taj Mahal. La majestad del momento es acompañada por la mirada umbría de un mono. Alcanzas, entonces, la noción sobrecogedora de la belleza.
A todo aquel que vaya al Taj Majhal, no hable mucho. Entre en el silencio. Contemple. Allí sentirá, rotundo, el oxígeno místico de la India.
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Viaje en tren desde Agra a Rathambore, uno de los domicilios del Tigre de Bengala.
El tren ostenta el nombre de Golden Temple Express y te prometen un vagón de primera clase, pero la realidad es otra. Es como si una calle derruida se hubiera montado en el tren. Nos sentamos en nuestras camas, delgadas como un papel. Al lado un hombre tose como si le quedaran horas de vida. Rato después, arriba de la cama de Mariaca se mueve un bulto. Descubrimos que en el compartimiento hay otros pasajeros. Callados. Como si estuvieran allí desde toda la vida. Me sumerjo en un libro de Cees Nooteboom. Mariaca revisa su tableta, yo dormito. Me despierta el brinco del guía que saca nuestro equipaje, nos apura, corre hacia una puerta del tren. Habíamos llegado, pero el guía se quedó dormido. El hombre, azorado, parece a punto de saltar con nuestras valijas, le pido respuestas, no habla, no coordina, no sabe qué hacer. Nuestro destino se aleja por las ventanas del tren. La próxima estación queda a una hora de camino.
El desliz se convirtió en una hora más de rieles y tres de regreso por las carreteras de la India profunda, con un conductor que parecía haberse sacado la licencia de conducir diez minutos atrás.
Todo cambió al llegar a las villas de Vanya, en Rathambore, donde nos esperaba una alucinante habitación con forma de carpa en plena selva. Esa noche sentimos literalmente sobre nosotros los sonidos de la jungla. Una experiencia memorable.
Al día siguiente, en jeep abierto, se inició la búsqueda del tigre de bengala. El conductor fingía no entender mi pregunta sobre cómo defendernos en caso de un ataque. Fue una mañana afortunada. Después de media hora, avistamos el primer tigre, lejano, furtivo. Fue un inusual momento de emoción. Pero luego vendría el regalo: la aparición, a veinte metros de nosotros, de un imponente y sinuoso gato naranja y negro, un tigre absoluto y displicente. Llegamos a ver cinco tigres esa mañana. Un record del que se enteró hasta el más remoto empleado del hotel.
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Jaipur, la ciudad rosada. El triunfo suntuoso del estuco. La imagen espectral de un palacio en mitad de un lago. Un monumental observatorio astronómico llamado Janta Mantar, donde el sol muestra varias maneras de pronunciar el tiempo. Es imposible contabilizar el despliegue de estilos arquitectónicos en la India, donde te paseas sin cesar por pagodas, templos medievales, mezquitas, fuertes mogoles y palacios prodigiosos. Son lugares espléndidos, abrumadores, con aires de fábula, arropados por el laberinto de los mitos y los siglos.
Sientes que ya no te caben más imágenes en las pupilas.
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Udaipur, la Venecia del Oriente, una ciudad fantástica que vive alrededor de sus cuatro lagos. Una ciudad milagrosamente limpia que también posee la serenidad del agua, el entusiasmo de los turistas hippies y el secreto de haber sido donde realmente se filmaron las dos películas del exótico Hotel Marigold.
Una ventaja de viajar en temporada baja es escapar a la infección de turistas. El turismo es interno. Gente de aldeas remotas recorre los iconos de la India. Las mujeres, tan de postal, nos pedían tomarse una foto con nosotros. Éramos los exóticos, los distintos. Mariaca terminó siendo más requerida por las cámaras en Delhi y Udaipur que en Caracas y Margarita.
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No cabe la India en la página de un periódico. No cabe el encantador de serpientes que abre su cesta frente a tus ojos y toca la flauta para que asome una cobra aletargada. No caben los vendedores a ras de suelo, los mercados tumultuosos y fantásticos, el azafrán reinante, las miradas acuciantes, los santuarios imprevistos, la multitud bruñida, los camiones ventrosos de adobe, el olor a curry gastado, los gurúes, los peregrinos, los infinitos hombres de turbante, la sobredosis de colores, la sensualidad de sus estatuas, los 47 grados que parecen derretir tus zapatos. La realidad no es tu realidad.
La India es una concepción de la vida. Una cosmogonía delirante. Es la democracia más grande del mundo. El país cuyo padre de la patria es Mahatma Gandhi, el apóstol de la no violencia. El país de Buda, Krishna, el yoga, el incienso y el Ganges. Un país abrumador, complejo, inabarcable.
Viajar a la India es una experiencia intransferible, Por más que lo intentes con el alfabeto, no lo lograrás. La India se queda en tus sentidos. Y sospechas que quizás alguno de sus 33 millones de dioses se vino contigo en el avión. Para siempre.
Leonardo Padrón