Hoy, en el siglo XXI, la verdad siempre tiene una cámara que la grabe. Por eso resulta poco menos que risible ver a Nicolás Maduro diciendo que la consulta popular realizada por los venezolanos el pasado 16 de julio de 2017 apenas alcanzó 600 mil votos. Da risa, pero –seamos sinceros- también es un insulto. No se puede ser tan ciego o tan cínico. Como bien le respondieron a través de las redes, sí, conseguimos 600 mil votos, pero solo en el exterior. Los otros 7 millones de votos fueron en el propio patio de la revolución: en Venezuela. Ni vale la pena ocuparse de las declaraciones de otros dirigentes del chavismo encargados –penosa tarea- de minimizar la gigantesca rebelión civil que ocurrió ese domingo. Una millonaria manifestación de repudio al régimen de Nicolás Maduro que fue ejercida, demostrada y grabada en todo el planeta. Millonaria en votos, se entiende. Desde pueblos remotos e impronunciables en Canadá o Italia, entonando cánticos en el metro de Santiago de Chile, reconociéndose unos a otros en las calles de Honduras, Zurich y Nueva York, en la puerta del Sol en Madrid, un poco más allá en Tenerife, hondo y lejos en Australia o anticipando los relojes en Dubai. Y así, por donde había vida civilizada, mesa y bolígrafo, allí había un venezolano formando parte del lapidario plebiscito contra la dictadura que hace trizas al país desde hace ya largos 18 años. Quizás no ha habido un día en nuestra historia así. Nunca como ese domingo hubo tanta bandera venezolana en las calles del mundo. Nunca una diáspora pronunció su dolor y su entusiasmo de forma tan unánime y multitudinaria.
Porque el azar escribe como escribe, con esa prosa espontánea y tajante, me tocó ejercer mi voto en Miami. Ya venía impactado por lo que transmitían las redes. Por las colas de ciudadanos tejiendo vueltas a las manzanas de la Candelaria, en Caracas. O por la masa apretujada y sin miedo en la Bombilla de Petare. Gente mucha, en ese barrio popular, naufragando en las limosnas del salario mínimo y las bolsas de comida CLAP. En fin, ya venía con el ánimo en alza cuando finalmente llegué a la Universidad de Miami en Coral Gables. Y entonces mi entusiasmo trocó en asombro. El estacionamiento del campus universitario estaba colapsado. Sé que la mayor cantidad de emigrantes venezolanos han recalado en Florida. Que Miami es la urbanización de clase media más grande de Venezuela. Ahora bien, una cosa es tropezarte a un venezolano aquí y otro allá, conseguirte a una familia cumanesa en el Publix, saludar a cada instante a maracuchos y larenses en el Sawgrass o en un Walmart, comer arepas en Downtown o abrazar amigos en el Doral, y otra sensación muy distinta es verlos a todos juntos, a conocidos y miles y miles de desconocidos que, con la bandera en la gorra y el nudo en la garganta, hacían ese día una cola infinita. Era no solo la cola del exilio, del arraigo en ristre y la nostalgia en vilo, sino la cola del futuro, del camino de regreso a los abuelos y primos, del reencuentro con el origen. Confieso que estuve conmovido sin pausa durante las dos horas que estuve serpenteando por la inacabable fila de votantes bajo un sol calcinante. Es demasiada gente la que se ha ido del país. Manadas enteras de familias que andan con la lágrima en la orilla de las pupilas, que han tratado de entender lo que pasó con sus vidas, que desde lejos observan el itinerario de nuestra desgracia y no se resignan a ser distancia y convertirse en olvido. Con cada venezolano que hablé había un estropajo de dolor en los adjetivos. Y uno se pregunta, ¿es así de indolente el poder?, ¿envanece tanto que le das la espalda a la tragedia que causas?, ¿es así de inescrupuloso el dinero a manos llenas?.
Una cosa es teclear la frase “el éxodo más grande de nuestra historia” y otra es verle los ojos, escucharle el paso a cada emigrante, sentirles el acento, la sonrisa oriental, el guiño zuliano, la picardía caribe, la prosa caraqueña, en definitiva, el gentilicio asomado en todos los rostros. Punza el alma ver el tamaño de la herida derramada por códigos postales que no nos pertenecen.
Pero ese domingo inolvidable que nos regalamos entre todos, ese domingo del 16 de julio donde, en todos los rincones de la tierra y en cada calle y suburbio del país, pronunciamos nuestra necesidad de ser libres, donde subrayamos el gen democrático que nos define y donde afirmamos nuestro repudio a tanta estafa disfrazada de paraíso, ese domingo no puede, no debe, ser en vano. Nadie olvida las muertes de los cien días, ni las anteriores, ni la prisión de tanto venezolano de bien, ni la ruina de tantos hogares, ni los perdigones en la cara rotunda de la decencia. Por eso nos toca hacer valer la fiesta de ese domingo. Convertirla en asunto permanente. En presente inmediato. Siete millones y medio de personas dijimos tres veces sí. Fue una proeza de la sociedad civil. Nadie nos la puede arrebatar. Pero habrá que seguir pujando para cobrar su saldo. Nos toca lidiar con los que aún no entienden o prefieren no entender. Hoy por hoy, la única negociación posible es esa donde Nicolás Maduro y su equipo de gobierno se conviertan en adiós. Así que, bienvenida sea la transición, o como quieran llamarla según lo dicte la glosa política. Para lograr los pasos siguientes necesitamos tener la misma disciplina y determinación que mostramos como sociedad en la ya histórica jornada. El documento leído tres días después (miércoles 19) por los partidos políticos de la MUD, titulado “Compromiso Unitario para la Gobernabilidad” suena inobjetable en su decisión de querer reconstruir al país desde bases profundas y coherentes. Señores del régimen: bajen las armas, cancelen la violencia, destierren la arbitrariedad. Entiendan que ya no se puede obligar a un país entero a tanto desafuero. Asuman que se les venció el tiempo. Sería sabio y honroso obedecer la voluntad de las multitudes.
A líderes y ciudadanos, a jóvenes y adultos, a todos, nos tocará apagar el fuego que dejó la jauría, recoger los escombros, ordenar la casa. Nos tocará la parte luminosa de la historia luego de tanto fango en las uñas y quejumbre en las entrañas. Nos tocará parir un país desde cero. Eso queremos. A eso estamos dispuestos. Quedó claro, muy claro, el pasado domingo 16 de julio. Y hablaremos entonces, en los libros de historia que están por escribirse, del país que comenzó un domingo.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – JULIO 20, 2017