Estamos en todas partes. Diseminados por el mundo. Como una mancha de aceite que se expande sin remedio. Cada escupitajo del régimen a la Constitución y cada fracaso del liderazgo opositor traen una consecuencia inmediata: depresión y estampida. Más gente huyendo del país. Y huir es el verbo adecuado. Porque la dictadura ha ido acerando sus colmillos y con ello el trágico deterioro de la vida en Venezuela. Son tantas la nubes de emigrantes que nos hemos vuelto un tema incómodo en otros países. En ciertos aeropuertos nos maltratan, nos devuelven, nos deportan. Pero aún así, se está yendo gente que ni siquiera tiene las condiciones mínimas para hacerlo. A contravía. Sin ahorros, sin empleo seguro, sin hogar preciso. Huyen a ciegas.
En la Avenida Fuerzas Armadas, en pleno centro de Caracas, se encuentra el terminal de autobuses “Rutas de América”. De allí salen unidades repletas de venezolanos que eligen destinos, muchas veces, al azar. Gente que decide irse a Cúcuta, Bogotá, Lima, Guayaquil, Quito, La Paz o Santiago de Chile. Ya ahí, en las Fuerzas Armadas, se ven más escenas de despedidas que en el propio aeropuerto internacional de Maiquetía. Ese terminal de autobuses no posee la famosa Cromointerferencia de Cruz Diez que ha servido de fondo a tantas fotos del adiós definitivo. Recuerdo el día que un empleado del aeropuerto, acostumbrado a ver tantas familias despidiéndose en la entrada a inmigración, me aseguró que ese era el sitio del país donde se derramaban más lágrimas por metro cuadrado. Me impresionó la imagen. Ahora esa imagen se replica en los distintos terminales de autobuses del país. Ya todas las clases sociales del país piensan en cómo huir del hambre, la hiperinflación, la inseguridad y el autoritarismo.
Paul, un amigo, joven y talentoso actor de teatro, me acaba de contar su periplo para llegar a Chile. Su primer obstáculo fue entender que no tenía el dinero para costear el pasaje en avión. De paso, ya no hay aerolíneas que viajen directo hacia la patria de Neruda. Las aerolíneas también han huido, lo sabemos. Paul necesitaba al menos $600 para pagar un boleto con escala en otro país. El dilema era obvio: ¿cuánto tiempo se requiere para ahorrar esa cifra si te pagan en bolívares pulverizados y el dólar es un cohete sin freno? Paul, entonces, supo que su única opción era irse por tierra. En su autobús iban 120 personas. 120 personas que no soportan otro día más bajo la pesadilla del régimen de Nicolás Maduro. 120 personas que le temen más al ominoso presente que al futuro incierto. 120 personas que decidieron abandonar su país para ir en busca de un poco de dignidad para sus vidas. Algunos tuvieron que vender sus carros o gastar sus liquidaciones y ahorros para poder comprar el pasaje. Padres que dejaron atrás a los hijos con sus abuelos mientras intentan conseguir un trabajo que les permita llevárselos luego con un asidero seguro. Uno de ellos había dejado atrás a su esposa y sus dos hijas. Todo muy atizado de dolor. Muy cuesta arriba. Era un autobús con 120 personas arrasadas por la tristeza y la incertidumbre, huyendo -quién sabe si para siempre- de su propia casa.
Al inicio del viaje, la agencia les aconsejó a los pasajeros guardar bien su dinero y pasaporte. “En la frontera hacia Colombia los guardias suelen quitarle la comida a la gente”, les advirtieron. Y así ocurrió. A uno de los pasajeros se lo llevaron aparte, lo desnudaron y le robaron $130. Lo único que tenía. Ese último episodio en suelo nacional ocurrió quizás para que ese pasajero recordara una de las razones por las que partía. Luego vino el periplo desde Cúcuta hasta la frontera con Ecuador que duró día y medio. “En la ruta vas acompañado por el miedo de que te devuelvan al llegar a la frontera”, me cuenta Paul. Ha ocurrido ya varias veces. Cada línea fronteriza es un albur. Luego de cruzar a Ecuador, cambias de autobús. Y debes emplear 17 horas para atravesar el país. Al llegar a la frontera con Perú se bajaron 26 personas. Ya 30 se habían quedado en Bogotá y 19 en Quito. El resto iba para Chile y Argentina. Cruzar todo Perú, por su parte, implicaba tres días de travesía. En Tacma, el último pueblo peruano antes de cruzar la frontera con Chile, Paul volteó hacia atrás. Ya Venezuela era una postal borrosa.
Luego de tantos días de viaje a una de las pasajeras no la dejaron entrar a Chile porque su mascota no traía la vacuna que exigían. Ella se quedó con su perro, del otro lado de la frontera, bañada en llanto. Paul se dispuso para unas nuevas 24 horas de camino sin mayor chance de pararse, estirar los pies, comer completo o ir al baño cuando sus esfínteres lo requirieran.
Un viaje de esa naturaleza tiene ingredientes complicados. Las horas de llegada a las fronteras en plena madrugada. Los pueblos donde solo te aceptan la moneda local. Los choferes que no conceden más de una parada en un día entero de camino. Pernoctar en un albergue e intentar conciliar el sueño en una habitación con seis desconocidos. Las horas muertas entre la llegada de un autobús y la salida del próximo. Muchos pasajeros se van quedando en el camino sin comida ni dinero. Mientras tanto, van forjando lazos de amistad, intercambian teléfonos. Los que viajan solos se plantean la posibilidad de alquilar un lugar juntos en el nuevo destino. Así como se han ayudado en el autobús, entienden que tienen que seguir apoyándose. Es un viaje sin ilusiones. Es una huida. No lo olvidemos.
Paul tardó 8 días y necesitó 9 autobuses para llegar a Santiago de Chile. Durante tantas y tantas horas sentado, viendo por la ventana del autobús cómo el paisaje de Latinoamérica entera se le escurría a exceso de velocidad, se preguntaba hacia dónde iba su vida. Había dejado atrás a sus padres, al teatro que tanto amaba y a su ciudad. Casi todos sus amigos habían emigrado ya. Faltaba él. Ahora le toca aprender lo que significa la trajinada frase: empezar desde cero. “No le temo a ningún empleo en este momento. Solo sé que no quiero volver”, sentencia, con un rictus amargo.
Así como Paul, con sus 24 años, cientos de personas abandonan Venezuela diariamente. Van hacia la incertidumbre. Se sienten expulsados por una revolución que, en nombre de los humildes, arruinó el proyecto de vida de toda una generación de jóvenes, destrozó la carrera, obra y legado de generaciones precedentes, ha hecho más miserable la vida de los oprimidos y arrojó a la basura el esplendor de una tierra de gracia llamada Venezuela.
Detener la tragedia en proceso es imperativo. Quiero seguir pensando que estamos a tiempo. Que es una responsabilidad histórica. Que nuestra última opción no puede ser convertirnos en fugitivos errantes de nuestro sueño original.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – NOVIEMBRE 09, 2017