Cuesta entender la idea de la ruina de un país por diseño. Porque así dicen algunos. Que tanto desastre es una estrategia. Que la calamidad es el plan maestro. Que la bancarrota colectiva los hace más poderosos a ellos. Y pensar que se supone que toda revolución entraña una utopía. Pero ya sabemos lo peligrosas que pueden ser las utopías. La manera que tienen de torcerse en el camino. La mal llamada revolución bolivariana ondeó la bandera de los oprimidos, la agitó sin descanso y la convirtió en el señuelo perfecto. El pueblo siempre es carnada para embaucar al mismo pueblo. Y resulta que ya no cabe más gente en la desesperación. Esa es la única certeza que hay en el suelo nacional. Porque ni siquiera hay cielo. Hay suelo. Polvo. Escombro.
Nicolás Maduro se encargó de firmar el acta de defunción de la alegría del venezolano. Sin un resquicio de piedad. Día a día. En un crescendo mortal que ha llevado a toneladas de venezolanos al hambre, al agobio, a la tristeza, a la cárcel, al exilio. La redención de los excluidos fue un espejismo que el chavismo estiró hasta el paroxismo. Pero ya los discursos se agotaron. Ya el populismo se quedó afónico de tanto mentir. Ya no hay arenga patriotera ni retórica nacionalista que ilusione a la gente. Son demasiados los estómagos vacíos. Es excesivo el aire a mendicidad que se respira en todas partes. Y de paso, la muerte, que anda tan libre, tan señora del lugar, tan empoderada del país. La muerte que entra a los hospitales en barrida, brinca sobre los quirófanos, asesina neonatos y niños desnutridos. La muerte vestida de epidemia y paludismo, de difteria y negligencia. La muerte hedionda a miseria y abismo. A narcotráfico y pranato. A secuestro y plo, plo. La muerte que no es ni mineral ni animal, sino humana de tanto dolor. Parada en todas las esquinas. Borracha de tanta fiesta negra. La muerte con exceso de trabajo. Con los oídos rotos de tanto que la nombran. Aquí donde el poeta Eugenio Montejo decía trópico absoluto y el azul era eterno. Donde antes decíamos vida, fiesta y entusiasmo. ¿A cuenta de cuál propósito tanta saña?¿Por qué tanto agravio a todo un país? ¿No son demasiado dieciocho años de oprobio? Se nos van los caballos del futuro. El perro muerde la cola de la historia.
Esta no es mi casa, dice la gente.
Así no era la vida, repite bajito la gente.
En la cola del supermercado, en los bolsillos vacíos, en los billetes que son nada, espejismo y chiste.
Así no era el país, dice el país.
Esto es una caverna. Un hueco profundo. Un sobresalto. Una pregunta en el pecho mismo del dolor. ¿Hacía dónde vamos? Es como si el mapa respirara a través de una sonda. Que no hay mañana. Que la gente lo que hace es saltar del otro lado del mapa. A ver dónde cae. Ya no importa cómo ni cuán roto. Importa irse. No permanecer en ese paredón de tristezas. ¿A qué sabe la revolución? ¿Te lo preguntas? Sabe a podrido, a cosa corrupta, a gusanera. Por allá corren con las manos llenas de dinero. Cubrieron su moral con un manual para revoluciones bananeras. Y todo ocurre. Lo feo, lo sórdido, lo inexplicable. Cada día más. Porque cada día todo es menos.
Ya la vida no se parece a la vida. Decimos Venezuela y es decir oscuridad. Pero hay que hacer algo, ahí, adentro de esa palabra. Porque hay 30 millones de personas atrapadas en ella. Sin alimentos. Sin medicinas. Sin dinero. Es la intemperie en su crudeza total. El desamparo. Y no hay piedad. Solo el escándalo de ser lo que fuimos y lo que ya no somos.
Esta no es mi casa, dice la gente.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – NOVIEMBRE 23, 2017