La oscura fiesta del odio

La borrachera es colectiva. La mal llamada revolución bolivariana terminó inoculando su rabia originaria al país entero. El resentimiento, que es el alimento estructural del chavismo, sustentado en el oxidado argumento de la “lucha de clases”, ha mutado en un monstruo de múltiples perfiles. Hoy en Venezuela el odio campea a sus anchas. Se odia al distinto y al cercano, se odia de norte a sur, en público y privado, a vecinos y viejos amigos, a compañeros de trabajo o de generación. Pocos escapan a la turbia borrachera. El denominado escrache es el nuevo punto de inflexión. Sin duda, abonado por el régimen durante ya casi dos décadas de acoso a la empresa privada, saqueos al erario público, expropiaciones indebidas, corrupción vergonzosa y satanización de las clases media y alta. Se comenzaron a dispensar etiquetas de odio como “escuálido”, “apátrida” u “oligarca”, para hacer breve el inventario. Pasado el tiempo, la revancha devolvió sus reflejos. Y hoy somos este desastre.

Nicolás Maduro ha hecho un aporte fundamental para acrecentar la fiesta del odio. Sus despropósitos en la presidencia del país han sido de tal magnitud que la ruina se ha convertido en nuestro paisaje natural. Huyéndole a la violencia, a la calamidad económica y a la persecución política el éxodo de venezolanos se ha multiplicado exponencialmente en los últimos tres años. Gente que se va de su propia casa, de sus apegos, de su sitio en el mundo, a como dé lugar. Sin mayores asideros, sin hogar en la otra orilla, sin norte en la brújula. Gente que se va con la desgarradura como tatuaje. Por eso ha sido tan masiva y rabiosa la reacción de los venezolanos en el exilio con cada rastro de saqueo e inescrupulosidad que se topan en el camino, bañándose en lujos cínicos e impropios. Otro desastre. Otro rasgo de la oscura y peligrosa fiesta de odio en que nos hemos convertido.

Venezolanos gritándose unos a otros, insultándose, acosándose. Penoso espectáculo que nadie hubiera querido ver. Pero aún peor es el que ocurre puertas adentro, donde el odio dispara perdigones, metras de plomo, gases y balas y termina matando a gente que manifiesta su repulsa y su deseo de cambio a un prójimo que lo oprime y reprime. Y entonces la revancha vuelve a esgrimir su discurso y el país todo se convierte en un remolino de guerra. Una guerra asimétrica, sin duda. Plomo contra piedras, tanquetas contra pancartas, cárcel contra arenga, colectivos contra marchas, decretos contra derechos, sangre contra solicitud de cambio.

Necesitamos imperiosamente frenar esta borrachera de odio. Necesitamos la gramática de la sensatez. Mucho ganaríamos todos, no importa nuestra posición política, si volviéramos a las reglas de juego que están nítidamente escritas en la constitución. Se hace imperativo que volvamos a ser gente en paz. Hay demasiado dolor derramándose cada día que pasa. Y cada vez las cicatrices son más hondas. Las zanjas más profundas. No puede ser que la obsesión de unos cuantos venezolanos que se aferran desesperadamente al poder termine arrasando con la vida cotidiana de 30 millones de ciudadanos que comparten los mismos colores en su bandera y su gentilicio. Hay que parar esta calamidad. Hay que detener el tren desbocado que somos. El abismo no puede ser nuestro destino como nación. Es hora de que la cordura pronuncie sus primeras frases. Hay que ponerle fin a la sangrienta fiesta del odio.

Hay un inmenso país que quiere paz y democracia. Quiere elegir un nuevo rumbo. Quiere otra oportunidad. Ese es un punto de luz monumental. Es tan sencillo y contundente como eso. Al odio se le puede detener imponiendo el voto multitudinario por un nuevo destino. Se trata de marchar hacia otra propuesta de país. Es lo que pedimos todos los días en la calle. Marchar para llegar a nuestro verdadero destino como nación.

Leonardo Padrón

POR: CARAOTADIGITAL – MAYO 18, 2017