Lo que se escucha

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«Todo lo veo perfectamente borroso»,

Javier Corcobado.

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Se cuenta que cierto artista de vehemencia revolucionaria, ahora ungido de lo que antes no, regala relojes de marca a sus amigos más cercanos, preferiblemente Rolex. No es cuestionable tanta generosidad, pero asombra la bonanza. Y no suena muy socialista el gesto, sino a pavoneo de jeque árabe, sobre todo en un país donde todo escasea. Lebron James, el basquetbolista estrella de la NBA, le regala AppleWatches a sus compañeros de equipo, pero se entiende el derroche: sólo el año pasado se ganó 62 millones de dólares.

Me detallan de otro artista, igual de camarada, que anda explorando – corredora de bienes mediante- el sureste de Caracas en busca de una casa que combine con la holgura de su nuevo quince y último. El chisme adquiere ribetes sólidos cuando la propia corredora tuvo a bien confesarle a una actriz el nombre del colega que quería adquirir el espacioso inmueble: “A lo mejor no te va a gustar cuando te diga quién quiere comprar tu casa”. La transacción no avanzó un centímetro más. La dignidad también existe.

Si visitas Galipan algunos te hablan de la mansión que se construye un diputado oficialista, muy afecto a las cámaras, por cierto. La gente lo ha visto sucesivas veces decidiendo un giro arquitectónico o apurando el avance de la obra. También lo han observado en televisión desaguando amenazas contra sus adversarios políticos, siempre en base a la inquebrantable ética de la revolución.

Los cuentos crecen, se multiplican, pero no mueren.

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Hay ciertos personajes que la naturaleza de su oficio los torna esenciales pero invisibles. Se trata de los músicos, mesoneros, cocineros, escoltas, choferes o pilotos.

Son los silenciosos testigos del poder y la riqueza. Así como han conocido los lujos de los millonarios de siempre y los dominios de los políticos también se han topado con el dispendio de los boliburgueses, el engreimiento de los nuevos ricos socialistas y la jactancia de los enchufados. Los mesoneros suelen escuchar fragmentos de conversaciones donde se fraguan decisiones, guisos o componendas. Una bandeja con hielo puede llegar justo cuando se menciona una cifra de ocho ceros para coronar una transacción; los tequeños pueden aparecer en el instante del dato político clave; el café expreso puede sobrevenir cuando se está ordenando el próximo allanamiento. Y así los otros personajes. Han oído infinidad de conversaciones llevando a sus jefes al aeropuerto, sirviéndoles el rissoto en pleno almuerzo de negocios, piloteando sus aviones, tocando standards de jazz o viejos merengues en sus festejos. Son reservorios de un costal de secretos e información altamente combustible.

 Un tecladista amigo, que suele matar tigres en todo tipo de selva, me relataba que en una misma semana había tocado en el cumpleaños de un notable oficialista y días después en el aniversario de boda de un connotado opositor. Me insistió en su pasmo al ver la “mamarra de casa” que posee un diputado de verbo rojo que suele esgrimir frenéticos discursos contra “el flagelo de la corrupción”. Desgranó detalles sobre la ampulosidad de la piscina, el esplendor de los muebles, la profusión de obras de arte. Los músicos llegan, sin proponérselo, a zonas reservadas para el misterio y la especulación.

Nunca olvidaré cuando entrevisté al maestro Renato Capriles, el director de la popular Orquesta Los Melódicos, y me confesó que durante 16 años tocó para la mafia del narcotráfico en Colombia. Incluso, en una de esas ocasiones, compartió la tanda musical con Lola Flores y los Rolling Stones. Todo lo que vio fue para la perplejidad.

Los músicos hacen su música, mientras el resto de sus sentidos observa.

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La guinda. Un ingeniero de sonido me cuenta que la noche anterior le escribió a su prima por whatsaap para consultarle un dato. Ella, azorada, le dijo que le escribía luego. Estaba en una fiesta en casa de otro artista de la revolución. Al día siguiente le contó un episodio revelador. En la reunión había tres ministros del gabinete de gobierno. Compartían tragos y música. Ya en el tercer whisky hacían mofa del jefe de ellos, es decir, del presidente de la República. Incurrían en las mismas burlas que suelen poblar las redes sociales y las gargantas del humor nacional.

Cosas así se escuchan en la calle.

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Ya es mucha la gente que ha oído lo que realmente piensan ciertos personeros del gobierno sobre el rumbo del país. Algunos lo asoman, en modo confidencia, al borde de un café. Otros confiesan que la guerra económica es sólo un argumento retórico para escamotear responsabilidades. La única batalla en curso es la terquedad del heredero versus la sensatez que exige el país. Hablan de su rigidez ideológica. Su patinar en el viejo lodo de la historia. Comentan también las otras batallas, esas que se dan puertas adentro del poder, y que cada vez son más notorias. Esas que complican aún más la maraña, el remolino. Dicen, y bajan la voz, que el país es inviable. Lo asegura el académico marxista que alguna vez ocupó la escena pública. Lo susurra alguien vestido de verde olivo. Lo confirma un viejo gurú político en modo backstage. No les gusta el accionar del presidente, ni cómo se le atascan los gritos en la ineficacia.

Pero no se atreven a caer en desgracia. El poder no acepta sincericidios, así sean tardíos. Que lo digan los ex ministros Giordani, Hector Navarro y Ana Elisa Osorio o los miembros de Marea Socialista. Callar es más cómodo. Y más rentable.

Que se joda el país.

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4 pm. Jueves. Centro Comercial Ciudad Tamanaco. Veo a una mujer madura que entra a una zapatería, se sienta en un mueble, no busca zapatos, no señala ningún modelo. Se pone a llorar. Los empleados de la tienda se paralizan. No saben qué hacer. Deciden no interrumpirla. Al minuto enjuga sus ojos. Se levanta y sigue su camino. No da explicaciones. Sólo necesitaba llorar sentada.

¿Cuánta gente llora el país así, de repente, en mitad de un jueves cualquiera?

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Días trepidantes en el reino del absurdo.

Decenas de personas en huelga de hambre. Una madre y un niño son tragados por un hueco en una calle de Coro. Una turba oficialista lanza a un camarógrafo desde un segundo piso, sufre fractura craneal, pero no importa, es apenas una riña. Una banda criminal en la Cota 905 quema nueve motos de la policía y amenaza con derrumbar un helicóptero del Sebin, que huye espantado. Paro de transporte en ocho estados del país. Los útiles escolares diez veces más caros. La inflación llega a 108%.  Detienen a ocho policías (PNB) por secuestro de un comerciante en Vargas. Las clínicas piden a los pacientes que importen sus insumos. Las reservas internacionales caen 49 millones de dólares diariamente. Los taxistas en Margarita colocan una urna en mitad de la calle y paralizan la isla en protesta por el asesinato de cuatro compañeros de trabajo en apenas 20 días.  Un cacique pemón se sienta, ataviado con sus galas milenarias, sobre la pista de aterrizaje del parque Canaima. Es un símbolo que protesta contra la minería ilegal que está acabando con una de las zonas más hermosas del mundo.

Mientras tanto algunos construyen sus palacetes.

En la calle se escucha que ya nadie aguanta.

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La inseguridad expande su mancha de sangre a toda velocidad. No hay rincón a salvo. En la zona donde vivo ha habido una escalofriante sucesión de secuestros. La comunidad pidió reunirse con la policía. Uno de los agentes hizo una confesión dramática: «No hay policías. Nadie quiere ser policía en este país». Más allá de la desoladora sentencia se articularon varias medidas. Todos nos convertiremos en ojos, en espías de lo extraño, en alarma de lo sospechoso. Resulta inédito ver a vecinos que ni siquiera se conocen de vista reuniéndose, buscando soluciones, haciendo lo que no hace el gobierno.

Días después Maduro confiesa que su ingenuo llamado al hampa para deponer las armas no funcionó. Añade la extravagante tesis de que la  oposición le paga con droga a las bandas criminales. ¿Necesitan los malandros y criminales que Voluntad Popular, Primero Justicia o Copei les consigan un alijo de cocaína o una panela de marihuana? ¿Por qué insultar tanto la inteligencia del venezolano?

De nuevo en cadena nacional Maduro se empina para asegurar que a Bolívar y a Sucre los asesinó Santander. San-tan-der, dice así. Añade “sinónimos”: la oligarquía, la derecha.

Otra vez Bolívar vuelve a ser asesinado. Pero quien muere realmente aquí todos los días es la patria. Esa famosa patria que llena las arengas de la fracasada revolución bolivariana.

El régimen se ufana de sus patriotas cooperantes. Pero ya aquí todos somos testigos de todo.

Lo que se escucha es tan fuerte.

Leonardo Padrón