Cinco sótanos contra el sol
La tortura blanca es impoluta. No deja huellas. No hay batazos en el hígado. Todo ocurre con la asepsia de los cirujanos. Todo pasa adentro, en los sótanos del cuerpo y de la mente.
El frío, por ejemplo. En los calabozos de La Tumba no descansa el frío. El aire acondicionado les escupe su respiración de hielo a toda hora. Es como una nevera eterna. Blanca, glacial, callada. La cama es de cemento. Tan tosca como dura. El padre de Gerardo me cuenta que su hijo come en el suelo, y es como pensar en un perro. Sus esfínteres dependen de un timbre. Debe pulsarlo y esperar que alguien lo conduzca al baño. Los estudiantes presos no se ven. Se gritan para saberse del otro lado. Las celdas tienen cámaras y micrófonos ocultos que registran lo que hacen, cómo se mueven, lo que piensan en voz alta. Su salud se ha llenado de diarreas, fiebres y vómitos. Les asusta lo que comen. Les prohíben la visita de sus abogados y médicos. No tienen teléfonos. No ven noticias. Tienen meses sin oír una canción. El silencio es su techo, su pared, su piso. No hay espejos. No saben ya cómo son. No tienen colores que ver, porque allí el mundo es blanco y kaki, como el uniforme que visten. La vida mide apenas 3×2 metros cuadrados. La sensación es de estar enterrados vivos. De irse aproximando en cámara lenta hacia la muerte.