Cinco sótanos contra el sol

La tortura blanca es impoluta. No deja huellas. No hay batazos en el hígado. Todo ocurre con la asepsia de los cirujanos. Todo pasa adentro, en los sótanos del cuerpo y de la mente.
El frío, por ejemplo. En los calabozos de La Tumba no descansa el frío. El aire acondicionado les escupe su respiración de hielo a toda hora. Es como una nevera eterna. Blanca, glacial, callada. La cama es de cemento. Tan tosca como dura. El padre de Gerardo me cuenta que su hijo come en el suelo, y es como pensar en un perro. Sus esfínteres dependen de un timbre. Debe pulsarlo y esperar que alguien lo conduzca al baño. Los estudiantes presos no se ven. Se gritan para saberse del otro lado. Las celdas tienen cámaras y micrófonos ocultos que registran lo que hacen, cómo se mueven, lo que piensan en voz alta. Su salud se ha llenado de diarreas, fiebres y vómitos. Les asusta lo que comen. Les prohíben la visita de sus abogados y médicos. No tienen teléfonos. No ven noticias. Tienen meses sin oír una canción. El silencio es su techo, su pared, su piso. No hay espejos. No saben ya cómo son. No tienen colores que ver, porque allí el mundo es blanco y kaki, como el uniforme que visten. La vida mide apenas 3×2 metros cuadrados. La sensación es de estar enterrados vivos. De irse aproximando en cámara lenta hacia la muerte.

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El derrumbe

No hay ojos para tanta mala noticia. No hay espacio. El disco duro del venezolano ha colapsado. No hay rendija para depositar otra calamidad, por más pequeña que sea. Buscamos similitudes históricas para atenuar el espanto. Para sentir que tanto estropicio tiene algún viso de normalidad en el discurso de la especie humana. Se acabó la tierra de gracia. Bienvenidos al infierno.

Estamos agotados de hablar de nuestra tragedia. Pero como toda tragedia, no hay escapatoria. Cambiar de tema no cancela el horror. Apenas lo posterga. Lo arrima a un lado. Pero lo vemos de soslayo. Lo sentimos. Como un monstruo sentado sobre el corazón. Nos estamos acostumbrando a esta tristeza. Se ha convertido en el clima nacional. Un ejército de zombis arroja paladas de pesimismo sobre nosotros. Prohibido soñar.

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¿Hay regreso?

En Madrid, como en todas las ciudades del primer mundo, existen aplicaciones que te permiten hacer mercado desde tu celular. Cada vez que he pedido algo, emboscado por la urgencia, el repartidor que me ha entregado la encomienda es un joven venezolano. Nueve de diez, para decir una cifra prudente. Nos reconocemos en el acto. Nos saludamos. Hay un encogimiento de hombros, una nostalgia velada, un saber que no ha quedado otra opción. Van en bicicleta por la ciudad, con un honroso trabajo y un mísero sueldo a cuestas. Acosados por el bochorno del verano. Otros te los topas en cualquier callejuela, repartiendo tarjetas de algún bar cercano e intentando convencerte de que te tomes una caña en el negocio de su jefe. Ganan comisión por cada cliente reclutado. De diez intentos, ninguno. Pasa cantidad de veces.

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