Leonardo
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El choque de trenes

El sobresalto se ha convertido en nuestro clima natural. Tenemos años –muchos, demasiados años- refiriéndonos a cada tiempo que se aproxima como “el gran desenlace”, “los días cruciales”, “la cuenta regresiva”, los capítulos culminantes”. Y, para asombro de todos, cada momento de tensión final le abre la puerta a un nuevo capítulo. Como si se tratase de una telenovela que se niega a culminar y enrosca su trama infinitamente. El infierno de Dante y los nueve círculos que retrata en la Divina Comedia son apenas literatura ante las distintas capas de horror que hemos ido descubriendo los venezolanos. Nunca una pesadilla había tenido tantos sótanos. Nunca en nuestra historia moderna habíamos lidiado con tanta adversidad colectiva. La revolución chavista se ha convertido en una catástrofe de dimensiones colosales. El dolor nos ha tumbado la vida a culatazos y patadas.

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El país que comenzó un domingo

Hoy, en el siglo XXI, la verdad siempre tiene una cámara que la grabe. Por eso resulta poco menos que risible ver a Nicolás Maduro diciendo que la consulta popular realizada por los venezolanos el pasado 16 de julio de 2017 apenas alcanzó 600 mil votos. Da risa, pero –seamos sinceros- también es un insulto. No se puede ser tan ciego o tan cínico. Como bien le respondieron a través de las redes, sí, conseguimos 600 mil votos, pero solo en el exterior. Los otros 7 millones de votos fueron en el propio patio de la revolución: en Venezuela. Ni vale la pena ocuparse de las declaraciones de otros dirigentes del chavismo encargados –penosa tarea- de minimizar la gigantesca rebelión civil que ocurrió ese domingo. Una millonaria manifestación de repudio al régimen de Nicolás Maduro que fue ejercida, demostrada y grabada en todo el planeta. Millonaria en votos, se entiende. Desde pueblos remotos e impronunciables en Canadá o Italia, entonando cánticos en el metro de Santiago de Chile, reconociéndose unos a otros en las calles de Honduras, Zurich y Nueva York, en la puerta del Sol en Madrid, un poco más allá en Tenerife, hondo y lejos en Australia o anticipando los relojes en Dubai.

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El país toma la palabra

Usted puede darle el nombre que quiera. Puede decirle consulta popular. O soberana. O, como dicta la tradición, llamarlo plebiscito. También puede asumirlo como la gran encuesta nacional, la que recogerá la opinión de todo el país electoral, el país que tiene edad para votar y elegir, para respaldar o rechazar, para elegir otro destino o persistir en la pesadilla. En realidad no importa el nombre que le de. Importa el sentido que tiene ese día. Importa que todos nos hemos puesto de acuerdo para -en un mismo domingo- expresar nuestra opinión, para responder tres preguntas que contienen el talante definitivo de nuestro futuro. Importa que la democracia, a pesar de lo sangrante y herida que está, le pide hoy a los ciudadanos que la invoquen, que digan lo que piensan sobre sus gobernantes, que lo expresen de la forma más sencilla posible: con un lápiz, con su cédula laminada y su verdad. Para que el mundo, y nosotros mismos, y los hombres que rumian su poder en Miraflores, oigamos la opinión de todos y cada uno de los que forman parte de un mapa, un gentilicio, una razón de ser llamada Venezuela.

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