Leonardo
Padrón

La espera

Todos caben en la sala de espera. Le vamos haciendo espacio al ánimo o al pesar que cada quien trae. Somos treinta millones sentados, de pie o deambulando en esta incertidumbre. Todos en el mismo espacio donde se suelen aguardar las buenas noticias. ¿Qué día finaliza la devastación? ¿En qué momento se abrirán todas las celdas? ¿Cuánto falta para regresar?

Esperar es un vicio peligroso.

Somos treinta millones y un deseo acorralado. Treinta millones de personas bajo veinte años de ostracismo. Venezuela está en fase terminal y todos esperamos algo que se parezca a un milagro. Un milagro que debemos confeccionar nosotros mismos. Mientras tanto, esperamos.

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Bombardeo

La noticia salió publicada en un pequeño recuadro del periódico El País. Se anunciaba que ese jueves, a las 8 pm, con la luz de los días largos, la Plaza Mayor de Madrid sería bombardeada por cien mil poemas. Me quedé en silencio un largo minuto. Un silencio con sonrisa incluida. Me resultaba una extravagancia estupenda. Me dije que no podía perderme tamaña desmesura.

Al llegar a la Plaza Mayor pensé que me había equivocado de sitio. Una verdadera multitud ocupaba todos los espacios. Grupos de jóvenes sentados en círculo en el suelo hacían sospechar que se avecinaba un concierto de rock. Gente sola o en camada, ancianos, adolescentes, tipos de barba y cámara profesional, peatones tantos y tan variados que concluí que algo más estaba pasando allí.

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Calladamente

El famoso narrador hablaba solo de los libros que compraba o eventualmente escribía. Exhibía fotos de sus perros y esquinas de sus mujeres. Mostraba su sonrisa en todas las redes sociales. Se sospecha que leía la prensa con los ojos cerrados.

El novelista se volvió analfabeta de la desgracia colectiva que lo rodeaba. Disimulaba día y noche. Se arropaba los ojos con libros de ciencia ficción. Escondía las frases combativas en el rincón más remoto de su silencio. Dicen algunos que se quedó sin nariz. Ni los muertos de la dictadura ni los presos existían en su vocabulario, en sus declaraciones públicas, en sus recitales a la eternidad. No percibía la podredumbre. Su cielo era el único azul a cientos de kilómetros a la redonda.

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