Errantes

Estamos en todas partes. Diseminados por el mundo. Como una mancha de aceite que se expande sin remedio. Cada escupitajo del régimen a la Constitución y cada fracaso del liderazgo opositor traen una consecuencia inmediata: depresión y estampida. Más gente huyendo del país. Y huir es el verbo adecuado. Porque la dictadura ha ido acerando sus colmillos y con ello el trágico deterioro de la vida en Venezuela. Son tantas la nubes de emigrantes que nos hemos vuelto un tema incómodo en otros países. En ciertos aeropuertos nos maltratan, nos devuelven, nos deportan. Pero aún así, se está yendo gente que ni siquiera tiene las condiciones mínimas para hacerlo. A contravía. Sin ahorros, sin empleo seguro, sin hogar preciso. Huyen a ciegas.

En la Avenida Fuerzas Armadas, en pleno centro de Caracas, se encuentra el terminal de autobuses “Rutas de América”. De allí salen unidades repletas de venezolanos que eligen destinos, muchas veces, al azar. Gente que decide irse a Cúcuta, Bogotá, Lima, Guayaquil, Quito, La Paz o Santiago de Chile. Ya ahí, en las Fuerzas Armadas, se ven más escenas de despedidas que en el propio aeropuerto internacional de Maiquetía.

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La orfandad

Pasan los días y se agrava el vacío. Se incrementa la parálisis de la oposición. Más aún, la zanja de sus heridas. Pasan los días y el régimen aprovecha el cisma para proponer elecciones de lo que sea, cuando hace apenas tres meses evitaba el tema a toda costa. Al ritmo que vamos, Tibisay Lucena puede convocar las presidenciales para el próximo domingo, y así darnos el tiro de gracia, aprovechando la aparatosa fractura de la Unidad. Hoy, la recién galardonada oposición –vaya ironía- semeja a un boxeador que venía acumulando puntos en cada round, que el público aupaba cada vez con más entusiasmo y, de repente, gracias a una suma de clásicas y nuevas artimañas de su contendor –inescrupuloso in extremis, con hojillas ocultas en sus guantes y compadre del árbitro – ha recibido un estruendoso jab que lo tiene groggy, tambaleante, con la mirada borrosa y sin siquiera saber cómo regresar a su esquina. Pasan los días y el país profundiza sus tragedias. Y ya para qué enumerarlas. Todos sabemos lo que es hoy Venezuela. El mundo lo sabe. Hemos entrado, entonces, en el territorio de la orfandad absoluta.

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Lo que queda

No hay mucho más que decir. Hemos tenido un año realmente triste. El absurdo nos ha tomado por asalto. Cada acontecimiento político supera al anterior en su patetismo. Hay una sensación de náusea generalizada. Somos un país estafado por los cuatro costados. Un objeto de burla masiva. Una calle ciega y podrida. Como si aparte de registrar la basura para conseguir algo de comer, el venezolano sintiera que el propio aire que respira también es basura. El inventario de exabruptos y desatinos se ha mezclado con lo canallesco. Parecemos ratones de laboratorio bajo un experimento que busca precisar cuánta decepción es capaz de tolerar una sociedad entera. Se nos ha empozado el alma en un charco que tiende a expandirse cada día más. ¿A qué asirnos? ¿Hacia dónde mirar? ¿Terminamos de darle de baja a la esperanza? ¿El capítulo que nos queda es el «sálvese quién pueda»? ¿Ahora se trata del «todos contra todos»? Me niego a aceptarlo. Me doy de bruces contra mi propio desánimo. Le grito. Le exijo una reacción.

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