Días decisivos

La sensación se ha generalizado. Todo el país siente que estamos en la antesala de un episodio mayor. El gran misterio que le otorga tanto suspenso a los días que transcurren es cuál será el desenlace. Podemos estar cerca del fin del mundo – a escala Venezuela – o a la víspera del inicio de una nueva nación. Cada día, a la vertiginosa trama, se le añaden nuevos personajes, giros inesperados y escenas de altísima temperatura en su violencia. Violencia pura y dura. Somos un país no apto para menores de edad.

La actual situación es insostenible por mucho tiempo más, se asegura. Pero en estos días hemos descubierto que el infierno tiene varios sótanos. Y los gerentes de la pesadilla han demostrado que no poseen escrúpulos a la hora de extremar sus agravios. Las fuerzas uniformadas perdieron su mayor insignia: la autoridad moral. La violencia del régimen se ha convertido en un “servicio a domicilio”. Allanan hogares, roban, asesinan mascotas, tumban verjas, rompen vehículos y dañan ascensores por el puro placer de hacerlo. Diseminan terror a manos llenas. Se han hecho trágicamente inolvidables.

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Una atrocidad más

Uno de los videos más virales de los últimos días ha sido ese donde se ve -nítida y escandalosamente- cómo un pequeño enjambre de policías (PNB) acorrala en un rincón a varias mujeres y les roba sus pertenencias. Una de ellas -blusa blanca, pantalón verde oliva, rostro atolondrado por la asfixia- es llevada hasta el escondrijo. La mujer apenas puede respirar mientras el uniformado le arranca el reloj y lo escurre furtivamente en su bolsillo. Ella, a tientas, busca sentarse para recuperar el aliento. Al lado, tres policías más, como perros hambrientos alrededor de un hueso, forcejean con otra mujer, tironeándola de un lado a otro, jalonando su morral, sacando objetos de allí, guardándoselos presurosos en cualquier parte, repartiéndose el botín como míseros rateros de la calle.

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Entre balas y libertad

Así anda la vida nuestra. Entre balas de represión y un afán indeclinable de libertad. Hay una gran dosis de país volcado en las calles. Una avalancha de indignación. Ya son más de dos meses de calle, vehemencia, represión y muerte. El caos represivo anda de esquina en esquina con su gramática asesina. Las noticias vomitan a toda hora una realidad humeante. Eso somos hoy: asunto crudo y duro. Se ha vuelto rutina alzar la voz y esperar el golpe. Decir basta y esquivar los perdigones, huir de las nubes tóxicas, espantar la metralla. Se ha vuelto rutina correr a cualquier parte para así poder volver. La libertad es una palabra costosa. Cuesta sangre, miedo, templanza, persistencia. Hoy la calle abre sus brazos para recibir bocanadas inmensas de gente. La calle anda llena de moretones. Si uniéramos todos los kilómetros que han caminado los venezolanos manifestando su repudio al dictador nos sorprendería la distancia, la magnitud de nuestra queja. A pesar de eso, se nos hace untuoso el paso por una larga mancha de aceite que se llama incertidumbre. Hoy ser venezolano es ser una incertidumbre. Hoy no parece haber final para la rabia, pero tampoco para la determinación.

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