La amenaza que viene

El azar siempre reescribe el mundo. Y a veces su prosa desconcierta. Hoy iba a responderle algo a un amigo, vía WhatsApp, y cuando pretendía escribir «la semana que viene», el corrector automático puso «la amenaza que viene». Me quedé perplejo varios segundos. Quizás la tecnología ya posee una suprainteligencia que la hace advertir los peligros que entrañan ciertos lugares del planeta. En estos tiempos, seamos francos, una conversación en Venezuela o que hable sobre el país va a asomar con recurrencia esa frase: la amenaza que viene.

A estas alturas del infierno, cuando ya lo hemos vivido casi todo, hay mayores amenazas en el horizonte. Amenazas cada vez más inquietantes. Amenazas firmadas por un pequeño grupo decidido a escamotearnos nuestros derechos más elementales, para así ellos seguir disfrutando la gran borrachera del poder.

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La oscura fiesta del odio

La borrachera es colectiva. La mal llamada revolución bolivariana terminó inoculando su rabia originaria al país entero. El resentimiento, que es el alimento estructural del chavismo, sustentado en el oxidado argumento de la “lucha de clases”, ha mutado en un monstruo de múltiples perfiles. Hoy en Venezuela el odio campea a sus anchas. Se odia al distinto y al cercano, se odia de norte a sur, en público y privado, a vecinos y viejos amigos, a compañeros de trabajo o de generación. Pocos escapan a la turbia borrachera. El denominado escrache es el nuevo punto de inflexión. Sin duda, abonado por el régimen durante ya casi dos décadas de acoso a la empresa privada, saqueos al erario público, expropiaciones indebidas, corrupción vergonzosa y satanización de las clases media y alta. Se comenzaron a dispensar etiquetas de odio como “escuálido”, “apátrida” u “oligarca”, para hacer breve el inventario. Pasado el tiempo, la revancha devolvió sus reflejos. Y hoy somos este desastre.

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Duelo y determinación

Hoy no tengo palabras. Solo este nudo torcido en el silencio. Un silencio denso que se pasea por las imágenes de guerra que, cada día con más saña, marcan el asfalto entero del país. Estoy frente a mi computadora y no hallo en el idioma ninguna frase que me sostenga. Estoy ladeado. Triste. ¿Quién no lo está hoy? Se me caen las sílabas hacia dentro del silencio. Y me quedo así. Mudo. En estupor. En un duelo profundo. Intento escribir y no puedo porque encima de mi teclado está el cadáver del joven Miguel Castillo. Roto. Con un más nunca en el pecho. Y tapándome las vocales está el cuerpo asesinado de Armando Cañizales. Y cubriendo las consonantes, con toda su sangre, están los más de 40 asesinados en este apocalipsis firmado por Nicolás Maduro. Y entre los adjetivos solo encuentro el cuero cabelludo de Oriana Whaskier, la joven manifestante arrollada sin misericordia por un «hombre nuevo» del régimen. No encuentro palabras, insisto. Estoy ronco de dolor. Tengo afónico el discernimiento.

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