Bailando sobre las ruinas de un país

Venezuela. Mayo 2017. El régimen de Nicolás Maduro le abre las puertas al horror. No hay adjetivos para calificar lo que hoy ocurre. El país se sale de control a pasos agigantados. Se ha desatado la madre de todas las represiones. No hay otro rostro que el estupor.

Nicolás Maduro baila en televisión mientras Armando Cañizales, de 17 años, muere asesinado en una marcha de la oposición. Otro corazón reventado en el asfalto salvaje de Caracas. No importa, ya el régimen se encargará de decir que lo mató su propia gente. Nicolás Maduro y Adán Chávez ensayan un tumbaíto absurdo mientras una tanqueta de la GNB arrolla a un manifestante. Nada puede ser más grotesco cuando el país tiene el alma en vilo. Maduro baila, mientras Tibisay Lucena, ese cometa que solo aparece a la hora de las ilegalidades, se suma a la farsa constituyente. Maduro baila mientras los videos muestran a un joven manifestante envuelto en llamas. Maduro baila y el país cae herido con traumatismos de todo calibre. La represión ha alcanzado niveles inhumanos. Cada día es peor que el anterior. Este miércoles 3 de mayo Nicolás Maduro bailó sobre la sangre de los venezolanos. Nadie lo olvidará. Llegada la noche los centros asistenciales no se daban abasto para atender a los heridos.

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Venezuela, el huracán

Cuando un venezolano sale a marchar a las calles para manifestar su repudio al régimen que ha convertido al país en sal y agua, lo hace con dos armas: la gorra tricolor y un hartazgo profundo. Así de desnudo, así de vestido sale. Esa marcha, que hoy plena el asfalto de todos los rincones del país, recibe una sola respuesta: represión. Una represión que con el curso de los días ha ido adquiriendo un talante atroz e irracional.
He asistido a muchas marchas en estos dieciocho años, pero jamás había presenciado tanta furia represiva. Y, sobre todo, tan gratuita. En un sábado de este abril del 2017 –otro abril que jamás olvidaremos- marché con miles de venezolanos desde el Municipio Chacao hacia la Defensoría del Pueblo. Al llegar a la autopista, a la altura de El Rosal, la muchedumbre detuvo su paso. Un grueso piquete de la GNB había erigido su particular versión del Muro de Berlín. Como si fuéramos dos países. Como si mi gentilicio caraqueño ya no pudiera volver a la parroquia San Juan, donde nací y me crié. Como si tres gritos y un capricho del alcalde Jorge Rodríguez fueran argumento suficiente para expulsarme de mi propia ciudad. Como si tocara devolvernos en silencio a un gueto de parias y traidores, porque eso somos -para los fundamentalistas del chavismo- todos los que vivimos fuera del Municipio Libertador. Como si ya la protesta no ocurriera en cada rincón del país.

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Desnudo

La imagen que nadie olvidará: el joven que, ostentando su desnudez absoluta, su figura lánguida y sin músculos, camina hacia la violencia con un pequeño y ancestral escudo, la biblia. Y la violencia le ladró, le escupió una salva de perdigones y lo fumigó con bombas lacrimógenas. Le dijo cállate. Vete. No eres nadie.

Pero sí es alguien. Muchos pensaron que quizás era un loco, un fanático religioso. Y no. Ya todos sabemos que se llama Hans Wuerich y es un venezolano común y corriente. Uno más entre millones que piden con urgencia una salida a la crisis más pavorosa que ha vivido la Venezuela contemporánea.

Hablo con Hans el día que decide asomar su rostro a los medios de comunicación. Y me consigo con un joven de 27 años, sencillo y risueño, que aún destila cierta inocencia. Su forma de hablar está salpicada de la clásica jerga caraqueña. Siente que la vida le cambió después del temerario episodio que protagonizó.

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