Estremecimiento

En estos días se me atascaron de nuevo las palabras. Se quedaron inmovilizadas en el teclado. Se hicieron nudo. Me quedé en silencio. Arrinconado donde no había alfabeto posible. Y no pude entregar mi artículo semanal. Ni siquiera logré excusarme. Seguí durante días enteros con los ojos pegados a la viscosa realidad de mi país. Permanecí, encandilado de horror, viendo los testimonios de hambre y padecimiento que se amplifican en cada rincón de mi pobre país petrolero. Es demasiado. Sobrepasa. Es algo que ofusca la capacidad de análisis. Uno ve a hombres hechos y derechos, remangados de tanto vivir, con los ojos en súplica, con la voz hecha puro sollozo, porque tienen tanta hambre que están aterrados, porque les da vergüenza no poder alimentar con un mínimo de pan y decencia a sus hijos. Eso aniquila. Estremece.

Las historias son excesivas. Como sacadas de un país en guerra. Parecemos un territorio bombardeado, con la comida convertida en humo y sin la más simple medicina. ¿Cuántas veces hay que decirlo?

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Calle ciega

Henos aquí: en la última calle de nuestra actual coyuntura histórica. Y resulta escalofriante descubrir que es una calle ciega. Pareciéramos atrapados en una emboscada perfecta. Si aceptamos ir a las elecciones presidenciales en estas absurdas condiciones, la victoria de Maduro está garantizada. Obviamente, no por su popularidad, que es bastante precaria, sino por las muchas tretas ya aceitadas y al acecho y por el sistemático desmantelamiento de la creencia del venezolano en la institución del voto. Y si decidimos ignorar la convocatoria, salirnos de esa calle, no asistir a la refriega electoral, el régimen replicará el diseño del 30 de julio del 2017, donde fue a votar en solitario para instaurar el monumental fraude de la ANC. E incluso así, jugando solo en el tablero, se vio obligado a mentir descaradamente, pues el número de votantes en los centros electorales era tan escaso que a ellos mismos les daba vergüenza.

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Sangre

Ni siquiera con el rostro salpicado de sangre por las esquirlas de una granada la gente le creía. Ni siquiera a minutos de ser asesinado grabando un mensaje de despedida para sus hijos. Se hacían chistes sobre su pelo decolorado. Se ironizaba sobre la satisfactoria señal de internet que tenía para colgar sus mensajes en las redes. Se hablaba de show, de circo, de trapo rojo y pote de humo. Ni siquiera muerto se le creía muerto. Se necesitaba ver el cadáver. Incluso ya con la siniestra estampa de su cuerpo derrumbado sobre su propia muerte y la de sus compañeros de faena, también se especulaba, se tejían hipótesis rocambolescas. Porque todo parecía rocambolesco. Pero ya, con su cadáver en la morgue, finalmente todos le creen a Oscar Pérez.

No se puede juzgar al que no sintió verosimilitud en sus acciones ni aplaudir al que siempre tuvo la certeza de su autenticidad. La dictadura de Nicolás Maduro nos ha educado para no creer en nosotros mismos. Los prejuicios, dudas y recelos están a la orden del día. Por supuesto, nadie cree en la revolución ni en el paraíso terrenal del que alardea en sus cadenas. Pero ya tampoco se cree en los líderes de la oposición y menos en sus partidos políticos.

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