La difícil esperanza

Quizás de todas las navidades que hemos vivido bajo régimen chavista -la cuenta va por 18 – esta sea la más dura de todas. La más desnuda de esperanzas. La que nos consigue más invadidos por el desánimo. Más desarmados para apostar por el futuro. La gran paradoja es que a la vuelta de la esquina asoman su rostro las elecciones presidenciales. Unas elecciones que pedíamos a gritos pero sentíamos demasiado remotas. Mucho se hizo –aunque mal, muy mal, y a veces con espantosa ingenuidad- para intentar una solución más inmediata. Unas elecciones que serían –en condiciones normales- la más simple y serena de las soluciones a esta larga congoja existencial. Pero justamente se acercan en el peor momento de la oposición. La oposición que somos todos, no solo los partidos políticos Esas próximas elecciones se acercan y nos encuentran heridos, desmembrados, arrasados por el desencanto. Y sabemos que habrá elecciones porque ya pocos creen en elecciones. Es como quien atraviesa un severo y crudo desierto para llegar, desmayado de sed, a casa de su enemigo mortal. Sabrás que el vaso de agua, de aceptarlo, tendrá la suficiente dosis de veneno como para matarte.

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La vida breve

La vida es más corta en Venezuela. Es más corta que en cualquier otro lugar del mundo. Es más corta que hace treinta años en el mismo sitio. Y estamos en un planeta donde el ser humano ha logrado extender prodigiosamente su longevidad. Según las revistas de ciencia, la esperanza de vida en el mundo ha aumentado más de seis años desde 1990. Ahora la gente vive más tiempo. Menos en Venezuela. Aquí la vida es precaria, violenta y breve. Ese es quizás el logro más trágico de la revolución de Chávez y Maduro. Los venezolanos somos ahora más fugaces en nuestro paso por la tierra. Parecemos un país en estado de guerra permanente. Puertas adentro, todo atenta contra el simple ejercicio de vivir. Las amenazas surgen desde las primeras horas de nuestra existencia. La cifra de neonatos que mueren en nuestros hospitales deben ser de las más altas del continente. Solo en el 2016 llegamos a la alarmante cifra de 4.000 neonatos muertos por distintas formas de precariedad. Son muertes silenciosas.

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La ingenuidad revolucionaria

Ponen cara de marido cornudo. Ojos de búho a medianoche. Se agitan de pesar frente a las cámaras. “¡Traición!”, gritan en cadena nacional. “¡Decepción!”, rugen hacia la galería. Intentan simular sorpresa. Hacen planas de indignación frente a los micrófonos. Pero no hay caso. El país no les cree. Ya no existe candor posible en esta antigua tierra de gracia. Ya es demasiado el tamaño de la devastación. Hoy el país huele a podrido en todos los rincones donde hay una estampita de la revolución.

En estos días salen a flote, a través de altos voceros del gobierno, escándalos que han sido denunciados durante más de una década por notables periodistas de investigación y no pocos diputados de la oposición. Denuncias que caían en un sordo hueco negro. Denuncias que eran arrojadas en el sótano más profundo de los olvidos. Se ha hablado de guisos gigantescos, de corruptelas descomunales, de lavado de dinero y testaferros absurdos, de personeros oficiales con cuentas hinchadas de dólares y euros en remotos paraísos fiscales. Se ha hablado de Andorra, de Odebrecht y los Panamá Papers.

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