La seriedad que somos

En días pasados, Nicolás Maduro se quejó de lo seria que se había vuelto la televisión venezolana. La aseveración no puede ser más cierta, pero viniendo del propio presidente de la republica entraña un cinismo insuperable. En rigor, todo el país se volvió más serio. Se volvió una tragedia. Y el sustantivo resulta tibio, la verdad. Un país sin alimentos ni medicinas, sin libertades ni derechos humanos, con sus cárceles atestadas de presos políticos, sus calles vacías y oscuras, su gente mezclando la basura con sus jugos gástricos, con las familias rotas y diciéndose adiós día a día, es muy difícil que no sea un país serio. A pesar de que, como lo dijo Isabel Allende en una entrevista que circula a cada tanto por las redes, el venezolano tiene una asombrosa capacidad para la alegría. Pero ya son demasiados años y demasiadas malas noticias. Ya la alegría es un artículo vintage. Se lo tragó la hiperinflación de la tristeza nacional.

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Esta no es mi casa

Cuesta entender la idea de la ruina de un país por diseño. Porque así dicen algunos. Que tanto desastre es una estrategia. Que la calamidad es el plan maestro. Que la bancarrota colectiva los hace más poderosos a ellos. Y pensar que se supone que toda revolución entraña una utopía. Pero ya sabemos lo peligrosas que pueden ser las utopías. La manera que tienen de torcerse en el camino. La mal llamada revolución bolivariana ondeó la bandera de los oprimidos, la agitó sin descanso y la convirtió en el señuelo perfecto. El pueblo siempre es carnada para embaucar al mismo pueblo. Y resulta que ya no cabe más gente en la desesperación. Esa es la única certeza que hay en el suelo nacional. Porque ni siquiera hay cielo. Hay suelo. Polvo. Escombro.

Nicolás Maduro se encargó de firmar el acta de defunción de la alegría del venezolano. Sin un resquicio de piedad. Día a día. En un crescendo mortal que ha llevado a toneladas de venezolanos al hambre, al agobio, a la tristeza, a la cárcel, al exilio. La redención de los excluidos fue un espejismo que el chavismo estiró hasta el paroxismo.

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Un día cualquiera

“En el hospital los médicos nos engañan a diario. Tenemos doce días con paludismo. Por la prensa apareció que el tratamiento había llegado y no nos lo dan. ¡Nos estamos muriendo!”, declara el hombre a cámara, entre indignado y desesperado, y acto seguido señala a un grupo de personas acostadas sobre el asfalto crudo. Todos están enfermos de paludismo. Todos abrazados a sí mismos, luchando contra el escalofrío que los recorre. Uno de los hombres ni siquiera logra frenar los temblores de su cuerpo. El vocero de la revuelta que ha trancado el acceso al pueblo de El Callao, en el estado Bolívar, asegura que no liberarán la vía hasta que no los tomen en cuenta. En el video una humilde mujer -carga a un niño no mayor de tres años que llora sin cesar- reclama que el medicamento que le da a su hijo tiene más de un año vencido y no funciona. Otro hombre, desdentado, ruinoso, y con la misma ira, subraya a cámara que el hospital afirma no tener los insumos necesarios, pero en la esquina del recinto sanitario hay gente que vende el tratamiento contra el paludismo a Bs. 600.000,00. Una cantidad de dinero que lo desborda por completo. A él y a todos los que están a su alrededor. “Uno que no tiene nada y te mandan a comprar la jeringa, el suero, la lámina de rayos X, todo”. Insisten en el cruel y descarado comercio de remedios, antibióticos y productos médicos que hay en los alrededores del hospital. Al final, las 300 personas enfermas de paludismo gritan al unísono: “¡¡Queremos tratamiento!!”.

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